¿Para qué sirve la universidad?

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En los albores de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña tenía menos de una veintena de universidades. Las de viejo cuño: Oxford, Cambridge, St. Andrews, Glasgow, Edimburgo, Aberdeen; y las formadas en el siglos XIX y a inicios del XX: Durham, la Universidad de Londres, Birmingham, Manchester, Liverpool, Leeds, Sheffield, Queens y Reading.

Sin embargo, ese puñado de universidades tuvo un papel determinante en que Inglaterra le ganara la guerra a Alemania. Así, por ejemplo, el físico que inventó el radar, que hizo posible que la Royal Airforce triunfara sobre la Luftwaffe, fue estudiante —y luego profesor— en Saint Andrews. La descodificación de las señales secretas de los alemanes, desarrollada en Bletchley Park, fue realizada por matemáticos, lingüistas y filósofos de Oxford y Cambridge. La diplomacia británica pasaba toda por esas universidades y se nutría de ellas, como lo hacían también las armadurías y la ingeniería. Sin sus universidades Inglaterra hubiera perdido la guerra.

Vale la pena recordar esto hoy porque en México se ha entendido la función de la universidad, en primer lugar, como un espacio de ascenso o de reproducción de clase. Y se sabe que, en efecto, las universidades son espacios de formación de clase. Pero no son sólo eso.

Volvamos un momento al ejemplo británico de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Las universidades británicas eran elitistas. Muchas de ellas —sobre todo las más antiguas, como Oxford y Cambridge— tenían a la reproducción de la clase dominante como una de sus funciones más importantes. Otras, como las llamadas “red brick universities”, fundadas en el siglo XIX, formaban profesionales en contextos urbanos, y con eso ayudaban a consolidar a sectores medios emergentes. Cierto. Pero esas instituciones no tenían como su fin específico ni la movilidad de clase ni su reproducción, sino la educación y la investigación al más alto nivel. La reproducción de clase tenía que pasar por ese filtro y, con ello, los conocimientos y experiencias adquiridas ahí se convertían, para muchos, en el fin real de sus vidas.

Pongo el ejemplo de Charles Darwin, que es a la vez excepcional y paradigmático. El padre de Charles Darwin era un médico bastante adinerado. Influido por un anhelo de reproducción familiar (y de clase) Charles se inscribió en la Facultad de Medicina de la Universidad de Edimburgo, pero ahí se apasionó por asuntos científicos, que lo llevaron a abandonar la medicina. Esto molestó bastante a su padre, quien optó por sacar a su hijo de la Universidad de Edimburgo y mandarlo a Cambridge, para que se formara como pastor anglicano. Evidentemente, Charles tampoco se volvió pastor, sino que continuó con su pasión de naturalista. Lo demás ya lo conocemos todos. La universidad —aun la más elitista del mundo— no fue nunca sólo un sitio de reproducción social, sino que fue siempre y ante todo un sitio de transformación personal a través del libre estudio. El resultado de esta suma de cambios personales fue, a su vez, que la universidad se volvió un espacio privilegiado de transformación social.

En México la universidad ha sido entendida ante todo como un espacio ya sea de ascenso social o de reproducción social. Es por eso que hoy la certificación pareciera ser más importante que la experiencia universitaria —los estudios, la vida estudiantil, el contacto con los profesores. De ahí sale, también, la idea de que cualquier evaluación que tenga consecuencias prácticas en la vida del estudiante es “punitiva”. Si la universidad es selectiva, se dice correctamente, será elitista. Y si es elitista, se continúa, ya equivocadamente, su único fin será la reproducción de la elite. Por lo tanto (sigue el razonamiento), si la universidad no tiene “evaluación punitiva” (o, dicho de otra forma, si no tiene sistemas de evaluación que tengan consecuencias prácticas para el estudiante), será un espacio igualitario y de ascenso social, porque todos los que estudien ahí saldrán con el mismo certificado. La magia de la certificación habrá borrado las diferencias entre las clases sociales.

La opinión general que hay sobre la educación superior en México está equivocada. La universidad no es sólo un mecanismo de ascenso o de reproducción de clase. La universidad es, en primer lugar, un sitio de formación de estudiantes —lo que significa de transformación de los estudiantes— y, por eso justamente, es un espacio privilegiado para la creación intelectual que termina siendo fundamental para la sociedad en su conjunto: Inglaterra hubiera perdido la guerra con Alemania sin Oxford y Cambridge.

Felizmente, México no tiene a una guerra internacional en su horizonte, pero sí enfrenta una genuina emergencia colectiva: el cambio climático y la crisis ambiental. México enfrenta también una guerra interna. ¿Y cómo le hace frente el gobierno a estos retos? ¿Le apuesta, acaso, a consolidar sus centros de pensamiento? De ninguna manera. El gobierno sigue creyendo que la educación superior se debate entre dos modelos: el de la reproducción de clase y el del ascenso social, y este gobierno le ha apostado todo al del ascenso social, vaciando la universidad de todo contenido. El sumum de esta política ha sido la adopción oficial de la fórmula equivocada de “evaluación punitiva”, y la consecuencia de este imaginario educativo es la creación de cien universidades que, entre todas, no suman a una.

Claudio Lomnitz
Profesor de antropología de la Universidad de Columbia. Es autor de La nación desdibujada. México en trece ensayos y El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, entre otros libros.

Fuente: https://www.nexos.com.mx/?p=42638