Amores gatos

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No fue recibida con fanfarrias cuando mi hija llegó a casa con ella un sábado por la noche. Mi reacción fue terminante: «¡Aquí no entra!»… Con los trastornos de personalidad de Lorenzo, el perro, teníamos suficiente.

La excusa de mi hija que sirvió de salvoconducto para traspasar la puerta con la intrusa aquella primera noche fue que la gatita de cinco meses de edad estaría solo mientras le encontraba un hogar…

Era ella o yo. A la mañana siguiente, la suerte estaba echada: era ella.

La muy mustia se fue ganando la aprobación familiar con su carita tierna y sus balbuceos de neonato. No obstante, en cuanto se sintió segura, Olivia dijo «de aquí soy» y empezaron las travesuras en serie: escarbar tierra de las macetas, cercenar mis plantas, jalar una y otra vez el mantel y tirarlo al piso con todo, jugar a lanzar objetos al suelo, (rompibles de preferencia) desgarran las cortinas, saltar sin el mínimo esfuerzo a todos los muebles y afilar sus uñas en el tapiz de los sillones…

Era imposible reprenderla cuando te miraban esos enormes ojos verdes con expresión de «yo no fui». Además, ni tengo idea de pedagogía felina.

Todo así, hasta ayer… Olivia desapareció. No está en ningún lado. La hemos buscado en los más recónditos rincones de la casa. Hemos revisado una y otra vez todas las hipótesis. Nada.

Incluso eché números: las 7 vidas de un gato divididas entre los 20 pisos que nos separan del nivel del terreno da un promedio de casi 3 pisos por vida… imposible sobrevivir una escapada por alguna ventana.

Lo más difícil fue darle la noticia a mi hija. Con el afán de consolarla le dije que a lo mejor aparecería después de cuatro días bajo algún colchón, como sonado caso policíaco que permanece en el misterio. «¿Crees que esté ahí escondida?», me preguntó la ingenua con un atisbo de esperanza. «¿Qué parte de la historia de Paulette no entendiste?», rematé.

Después de darle vueltas a inimaginables formas de deshacerme de ella en un inicio, hoy me siento fatal. Lo que hubiera parecido inconcebible: echo en falta su presencia. Ya hasta Lorenzo se había acostumbrado a ella y se ve tristón.

Creo que voy a llorar…

¡Acaban de avisarme que en el piso 9 la oyeron maullar y rascar arriba del falso plafón del techo! Eso fue anoche y hoy muy temprano. Ya no.

¿Cómo pudo meterse entre la loza y el falso plafón de un departamento tres pisos abajo del nuestro? ¡Inaudito! Y ahora la angustia de saber que está por ahí atrapada sin dar más señales de vida. No responde cuando la llamo por los agujeros que quedaron al quitar los spots del techo en el pasillo. Se dejarán así por si reaparece. A esperar…

Después de 36 horas atrapada entre la loza de concreto y el falso plafón del piso 9, al fin vuelve a dar color Olivia.

Un rato después de poner en el agujero de un spot el polvo atrayente que me recomendaron en la tienda de animales, la han escuchado maullar otros vecinos arriba de su cocina.

El conserje y uno de los guardias llegan armados con una escalera plegable, desmontan una lámpara, y de repente, por el agujero del spot, asoma la cabeza Olivia…

Está muy asustada y retrocede cuando la tratan de agarrar personas desconocidas. Tengo que ir yo, treparme en la escalera y fingir el canto de la sirena para que se acerque.

Paralizada por los nervios, permite que la toque, pero se resiste a que la jale a través del agujero. Fue lo más parecido a un parto con fórceps: de lado, del otro lado, primero la cabeza, luego las manos, otra vez para dentro… ¡hasta que vio la luz!

Mis brazos han quedado como alfiletero y la gata como un polvorón gris, temblorosa y muerta de hambre. De ninguna manera permitiré que ponga una pata en la casa en tan deplorable estado. Dejo correr el agua del lavadero hasta que sale tibia y, armada con una toalla y jabón, procedo, a bañar a Olivia. Ignoraba que bañar un gato es un deporte de alto riesgo. Mis brazos y cuello han quedado como si hubieran jugado gato sobre la piel.

Mi hija… interesadísima en el devenir de su mascota, claro, a control remoto, porque ella sí tenía cosas muy importantes que hacer, no como yo, que puedo perder el tiempo jugando a Indiana Jones en busca de la gata perdida.

Elena Goicoechea