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¿Estás ahí, papá? Soy yo, tu hija

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En diciembre mudé las cosas de mi sobrina de 10 años de la casa de mi hermano en Portland, Oregon, a la mía que está ubicada a 800 metros de distancia. En mi hogar intenté crear un réplica exacta de su habitación: el mismo color en las paredes, las fotos colgadas en los mismos lugares y animales de peluche acomodados exactamente como lo habían estado en su casa paterna.

Alice se quedaría parcialmente con nosotros porque su padre —mi hermano, James— se había suicidado. Aunque James había sufrido de depresión, se veía bien a sus 37 años; ninguno de nosotros se lo esperaba. Diez meses antes se había divorciado de Trina, su esposa, y habían compartido la custodia de Alice. Sin embargo, Trina trabajaba tiempo completo como enfermera, con turnos largos y, después de que James murió, había tres días de la semana en los que no podía cuidarla.

Yo quería que Alice estuviera conmigo en esos días. En mi luto, también traje otras partes de la vida de James a la mía. Su ropa, por ejemplo. A menudo me ponía sus calcetines, su abrigo, la mayoría de las veces sus camisetas y a veces sus jeans que me quedaban grandes.

También comencé a habitar su vida en línea; buscando respuestas, hackeé sus cuentas virtuales: su correo electrónico, Facebook, Instagram, su foro de peces tropicales, el sitio de chat para técnicos de BMW, Snapchat, cuentas bancarias, sus recibos y su historial de millas aéreas gratis.

Lo que más quería encontrar era el historial de búsquedas de su celular, pues creía que podría brindar alguna pista, pero el celular se bloqueó después de que intenté adivinar su contraseña demasiadas veces. Sabía que debía ser alguna combinación de cuatros y ceros, pero no pude ponerlos en el orden correcto. O quizá, durante mi bloqueo emocional, seguí tecleando la misma combinación una y otra vez: 4-0-0-0, 4-0-0-0, 4-0-0-0.

La mañana del solsticio de invierno, el primero que llamó fue mi padre. Me preguntó si sabía dónde estaba James. Eso ocasionó una serie de llamadas y mensajes de texto a familiares y amigos que parecía no tener fin hasta que lo encontraron más tarde esa misma mañana.

Después de irme de la casa de mi hermano, mi madre y yo fuimos en coche a la casa de Trina, donde mi sobrina, Alice, estaba sentada llorando en el sillón, con el rostro pálido y el cuerpo tembloroso. Si tan solo pudiera ser mi hermano, pensé, podría cargarla y decirle: “No estés triste, Blueberry. Estoy de regreso. Aquí estoy”. Ella habría reído y se habría sentado sobre mi regazo, que es demasiado pequeño para sostener a una niña de 10 años, pero no me habría importado.

Esa noche, abrí las notas de mi celular y anoté un resumen minuto por minuto de cuándo había pasado todo, de todas las llamadas y los mensajes de texto. Si Alice sintiera curiosidad por saber qué había ocurrido ese día, no me faltaría nada. No recuerdo bien los siguientes días porque llegaron familiares e intentamos resignarnos a lo que había pasado mientras se acercaba la Navidad.

En Nochebuena, Alice me envió un mensaje de texto: “¿Mi papá me compró regalos de Navidad?”. “¡Sí!”, le respondí. “¡Hay un montón de regalos!”. Casi podía ver cómo trabajaba su cerebro, haciéndole un espacio a esta nueva realidad, como si le cerrara la puerta a algo que aún no era capaz de procesar.

Había encontrado los regalos que James le había comprado a Alice en su escritorio; no estaban envueltos ni tenían etiquetas. Me los llevé a casa. Él y yo tenemos una caligrafía casi idéntica (horrible), así que pude escribir en las etiquetas como si lo hubiera hecho él, siendo cuidadosa de no mancharlas con mis lágrimas. Escribí: “Para: Alice Te quiere, ¡Papá!”. Y “Para: Blueberry ¡Te amo!… Papá”. Y también de parte de su cachorro: “¡Besos de Scout!”.

La mañana de Navidad todos vinieron a nuestra casa. Durante hora y media, me obligué a contenerme y darle a Alice la mañana de Navidad que había estado esperando. Al día siguiente, se fue para pasar la semana de festividades en Seattle con sus abuelos y fue entonces cuando mi esposo y yo mudamos su habitación de la casa de James a la nuestra.

Desde Seattle, Alice me envió un mensaje de texto: “¿Mi habitación está en tu casa? ¡No me envíes fotos! ¡Quiero que sea sorpresa!”. “Te encantará”, respondí. “Está igualita”.

Después de Año Nuevo comenzó una vida totalmente nueva para nosotros; Alice se quedaba en nuestra casa los mismos días que se quedaba en la de su padre. Yo la arropaba en la cama que su papá le había comprado, bajo ligeras frazadas de lana para no usar las sábanas que aún olían a su casa.

Así pasaron los meses, los brotes de narcisos comenzaron a salir de la tierra y el impacto comenzó a atenuarse. Y conforme pasaba, Alice comenzó a tener problemas para dormir, a pesar de que su habitación era exactamente la misma y también su horario.

Comenzó a hacerme propuestas complicadas, como que si no podía dormir en su cama entonces dormiría en el sillón. Si no podía dormir en el sillón, dormiría en la habitación de los bebés. Si no podía dormir en la habitación de los bebés, dormiría conmigo y con mi esposo. Pero, si nada de eso funcionaba, llamaría a su madre para que la recogiera a mitad de la noche.

De nuevo deseé convertirme en James para ella… si tan solo pudiera.

Muchas noches, después de que mi esposo se dormía, entraba a la cuenta de Facebook de James. Dos veces olvidé salirme y terminé publicando cosas desde ahí en conversaciones grupales con sus amigos, lo cual los dejó sin palabras. Una vez también le respondí un mensaje a uno de los amigos de James desde su cuenta. Por lo menos en las redes sociales era como si el tiempo se hubiera detenido y él siguiera vivo. Hasta que de alguna manera Facebook supo sobre su muerte y su página se convirtió en una cuenta de conmemoración, con lo que ese último vestigio también murió.

Sin embargo, su cuenta de correo electrónico seguía activa. Yo la dejaba abierta en mi computadora en una pestaña al lado de mi propio correo (aún lo hago). No recibía muchos correos; la mayoría eran basura o avisos de varias listas a las que se había suscrito: notificaciones de la escuela de Alice y alertas acerca de los perros perdidos en el vecindario.

Pero un día apareció un nuevo mensaje: “Hola papá”. Miré un momento el mensaje de Alice, tan doloroso e ingrávido que ni siquiera tenía puntuación. Me pregunté si debía responder. Le pregunté a un amigo terapeuta, quien me dijo: “No contestes como su padre a menos que se lo preguntes a Alice y ella esté de acuerdo”.

Me llevó algunos días encontrar la manera de preguntárselo a Alice casualmente. Durante ese tiempo, busqué y leí cada correo electrónico y mensaje de texto que le había enviado. Estudié su puntuación, su cadencia, su vocabulario y sus palabras de cariño. Usaba muchísimos signos de admiración.

Después le envié un mensaje: “Estoy en la cuenta de tu papá. ¿Puedo escribirte desde aquí?”. Me contestó: “Espera ¿que? ah, ok”. “Creo que quiero fingir”, le expliqué. “Ah, entiendo. Ok, está bien”, respondió.

Después cambié el tema y no reconocí que después de ese momento habíamos acordado una resurrección virtual. Al día siguiente, abrí el pequeño mensaje que había enviado —“hola papá”— y respondí: “¡¡¡Hola, Alice!!! ¡¡¡Te amo!!!”.

Al día siguiente escribió: “Hola, por cierto, me escribiste eso cuando estaba en la escuela”. “¡Perdón! ¿Lo abriste en la escuela? ¡Te extraño mucho, Blueberry!”. Ella respondió: “Lo leí en mi reloj inteligente pero solo lee la mitad del mensaje así que lo abrí después de la escuela”.
“Esa es mi niña. Me enteré de que no pudiste dormir en casa de tu tía Jessie, ¡¡¡espero que todo esté mejor esta noche!!!”. “Sí”, respondió. Al día siguiente escribió: “Cómo te fue en el trabajo, papá”. “Muy ocupado pero estoy en un descanso. ¡¡¡Te extraño!!! ¡¡¡Te amo, Alice!!!”. “Te extraño, papá, te amo”, me respondió Alice.

No sé qué piensa de estos mensajes que nos seguimos escribiendo cada vez con menos frecuencia. Sabe que estamos fingiendo pero ¿cómo saber qué está pensando? Jamás dice nada emotivo. Solo quiere charlar con su padre, decirle que lo extraña y lo ama. Quiere hacerle preguntas y superar esto de la manera que mejor le parezca. Y yo quiero lo mismo.

Mantengo abierta la pestaña con el correo de mi hermano en mi explorador las 24 horas del día, todos los días, y siempre intento responder en cuestión de media hora. Ahora, Alice duerme bien en mi casa, aunque a veces termina en mi cama. Le envío mensajes la mayoría de las noches y le pregunto: “¿Bueno, regular, malo?”, y ella me cuenta lo bueno, lo regular y lo malo de cada día.

No puedo regresar al pasado, pero sí puedo tratar de aprovechar al máximo el presente. Puedo recrear su habitación y responder sus correos. Puedo ponerla sobre mi regazo y decirle: “Estarás bien, Blueberry. Aquí estamos contigo”. Y así será.

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