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Un nuevo descubrimiento le da la vuelta a todo lo que sabíamos sobre Tenochtitlan

Por Pablo Ferri

El hallazgo de un basamento al sur de la vieja capital azteca alimenta las dudas de los arqueólogos sobre su organización.

Una de las pocas incertidumbres que los aztecas legaron al México moderno refiere al quinto sol. A su longevidad. Según la cosmogonía del pueblo mexica, su época era la quinta desde la creación del mundo. Cuatro soles habían muerto antes que el suyo, llevándose por delante a los vivos y todo lo que existía. Algunos, por travesuras de sus dioses; otros, por negligencias y desastres. El quinto nacía por acuerdo y equilibrio. El sol salía y se escondía.

Ese sol, el quinto, es el mismo que vio a Hernán Cortés, sus hombres y aliados, acabar con el reinado de Moctezuma, Cuitláhuac y Cuauhtémoc; el mismo que atestiguó la destrucción de Tenochtitlán, y luego la forzada evangelización, la llegada del ferrocarril, la irrupción de decenas de huracanes. El mismo, también, que lució en las olimpiadas de 1968 y, más recientemente, durante la visita del papa Francisco. No ha cambiado, no se ha muerto.

El arqueólogo Salvador Pulido, un hombre alto, de voz grave y fuerte apretón de manos, dirige la unidad de salvamento arqueológico del Instituto Nacional de Antropología, INAH. Como si fuera el alcalde de un pretérito lítico, Pulido se encarga de ubicar, destapar y recuperar viejos edificios de Tenochtitlán. Hay otros alcaldes que se encargan, por este orden, del Templo Mayor, de los alrededores del Templo Mayor, y de su ciudad hermana, Tlatelolco. Pulido está a cargo del resto de la antigua urbe.

Es por eso que el arqueólogo tiene muy presentes los límites de la ciudad, una mota de polvo sobre el mapa de la actual. Si la Ciudad de México ocupa casi 1.500 kilómetros cuadrados, la isla de Tenochtitlán se expandía sobre nueve y medio. Nueve kilómetros cuadrados y medio de canales y chinampas -islas flotantes hechas de cañas y tierra. «Más o menos», explica Pulido, «por el norte terminaba en Manuel González, por el poniente, en la calle Abraham González, por el oriente, en el eje 1 oriente, Vidal Alcocer y por el sur, en la calle de Chimalpopoca».

Tenochtitlan en el lago de Texcoco al inicio de la conquista

Mapa de 1968, reconstrucción por el arquitecto Luis González Aparicio

Hace unas semanas, el INAH anunció el hallazgo de parte de un viejo edificio cerca de Chimalpopoca. Se trata de una estructura que, dice Pulido, integraba un espacio mayor. «Era un espacio ceremonial, ritual, que formaba parte de la isla». El INAH informó de que era el templo de un calpulli, esto es, de uno de los clanes de Tenochtitlán. Pero Pulido dice que la información del INAH no es del todo correcta. Una confusión probablemente.

No. Se trata de un espacio asociado al resto de centros ceremoniales, rituales y/o administrativos de la vieja Tenochtitlán. Como una parroquia, que depende de la arquidiócesis. O la delegación local de la Secretaría de Haciendo y Crédito Público. La función de las subsedes del poder es asegurarlo, da igual si se trata de la palabra del Señor, del pago de impuestos, o de las ceremonias en honor a los dioses mexicas.

Pulido explica que no están seguros de si la estructura era la base de un edificio administrativo o religioso. Aunque podría ser para ambas cosas, explica, porque en la vieja metrópolis una cosa y la otra se entrelazaban. Como hebras del mismo cabello. Como ocurre a veces en el mundo contemporáneo.

En todo caso, el edificio en cuestión era uno de tantos en un espacio dominado por una pequeña pirámide, un templo dedicado a uno de los dioses fundacionales del mundo mexica, Quetzalcóatl. Asociado con el viento, Quetzalcóatl aparece aquí en su versión aireada, Ehécatl. Así se le conoce, Pirámide de Ehécatl.

¿Qué hacía un espacio como este tan lejos del Templo Mayor, epicentro de la espiritualidad mexica? No se sabe. Dentro de Tenochtitlán, este lugar es probablemente el más lejano del gran centro ceremonial.

Su existencia demuestra varias cosas. La primera, como dice Pulido, «que la ciudad no era como creíamos». Igual que ocurría en el Templo Mayor, las cuestiones del alma se atendían en templos auxiliares al del centro. Y luego que los templos auxiliares no funcionaban exclusivamente en los centros de los cuatro barrios que componían Tenochtitlán. Este, por ejemplo, yace en los límites de Teopán. Y lo hace, por cierto, sobre la vieja Calzada de Iztapalapa. «Seguramente», dice Pulido, «Cortés y sus compañeros lo vieron cuando llegaron por primera vez. Pero si hacemos caso a los cronistas, una vez culminó la conquista destruyeron buena parte de la ciudad». Y con ello este espacio, del que apenas quedan restos y la pirámide. Otra de las pocas incertidumbres que legó el mundo mexica, aunque en este caso por culpa de los invasores.

En 1968, diez años antes de que empezaran las trabajos para desenterrar el Templo Mayor, obreros del metro descubrieron la pirámide de Ehecátl. Es, dice el INAH, la más visitada del país: está en plena estación del metro Pino Suárez. Junto a la pirámide, los arqueólogos encontraron una ofrenda. Una caja de piedra labrada y dentro, la escultura de un mono. «Era un mono bailarín», dice Pulido, «el mono es un animal asociado a Quetzalcóatl. Este mono tiene una máscara con forma de pico de águila, uno de los atributos de Quetzalcóatl. El mono está asociado con este dios por las leyendas sobre la alteración de los mundos. Uno de los cuatro soles anteriores al que vivimos, de acuerdo a la cosmogonía mexica, fue destruído mediante grandes vendavales. Y la humanidad que vivía entonces se convirtió en mono. A ese sol se le denominó sol del viento y su representación es Quetzalcóatl.»

De los cinco soles que han existido, Quetzalcóatl domina en tres. Bien porque se convirtiera en astro, o bien porque haya gestionado su aparición. Es el caso del último, el quinto, que no acaba.

Pulido explica que cada 52 años el sol puede morir, una perezosa ventanilla administrativa instalada en Mercurio. De momento, dice, no lo ha hecho. «Ya llevamos varios ciclos en que no se ha terminado. Antes, cada 52 años había una fiesta y se quemaba un atado de 52 varas. Acababa un ciclo y empezaba otro». Quizá sea por eso. Quizá, cada 52 años, vecinos de la Ciudad de México bajan al metro Pino Suárez y queman 52 palos de madera.

O quizá sea por las ofrendas de sueño. Cada día, decenas de miles de mexicanos toman el metro y pasan por delante de la pirámide de Ehécatl, ofreciendo esfuerzo y legañas. Quizá sea una forma de mantener cerrados los ojos del dios. De decirle, espera, todavía no. Ahorita, en un rato.

 

Fuente: elpais.com
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