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El Ratón | La madre que lo parió

Quedamos de comer el viernes pasado en una conocida cafetería del rumbo. A la cita llegamos seis baby boomers con la mitad del camino andado, que nos hemos mantenido unidas lo mismo en los episodios más luminosos de nuestras vidas que durante nuestro paso por las sombras. Esta vez acudimos al llamado de una integrante del clan que necesitaba con urgencia cinco pares de hombros amigos.

Nada más entrar al lugar, notamos que el sonido ambiental preponderante no era la música que emanaba de las bocinas ni la plática de los comensales, sino los recalcitrantes berridos de un niña de unos cuatro años ubicada a tres mesas de distancia de la nuestra. Lo más sorprendente era la actitud de la impertérrita progenitora de la cansina berreante, que absorta en su celular no expresaba emoción alguna. Compartía su mesa con otra zombie del móvil que ignoraba a su respectivo vástago mientras este zascandileaba entre las mesas.

La importancia del motivo de nuestro encuentro ameritaba que realizáramos un esfuerzo sobrehumano para bloquear los cacofónicos alaridos y mantener la concentración, vano intento que se convirtió en una lucha cuerpo a cuerpo entre la paciencia y la indignación.

En dos o tres ocasiones giré la cabeza a fin de establecer contacto visual con la negligente madre, confiando en que se apiadara al ver mi expresión suplicante. Intento fallido: si no le echaba un lazo a su propio engendro menos se habría de interesar en los demás seres del entorno.

Decidí probar suerte con la mocosa criatura aprovechando la distracción de su madre. Asegurándome de que me viera, simulé un tajo contundente de yugular con mi dedo índice, pero en vez de intimidarse, tomó aire para alcanzar un tono más agudo con la evidente intensión de retarme.

Media hora, una hora… hora y media… y llegó el momento de ordenar el postre sin un minuto de respiro para los tímpanos. En vez de pastel le pedí al mesero que le echara unas gotas de somnífero al vaso de la plañidera. También él aceptó que ya tenía jaqueca.

Repasé en mi memoria algunos de aquellos inevitables momentos embarazosos que viví con mis hijas a esa edad. ¿Qué hacía yo cuando montaban un berrinche en un restaurante? Como si fuera ayer llegaron a mi mente sucesivas imágenes de mí pidiendo al mesero una manteleta de papel y sacando crayolas de mi bolso para que se entretuvieran pintando, sacándolas a dar una vuelta a fin de cambiar su foco de atención hacia otra cosa o llevándolas al baño y negándome a salir hasta que se calmaran.

Y en caso de que la causa del llanto persistente no pudiera remediarse de momento, por tratarse de sueño, cansancio o malestar físico, nunca dudé en partir a casa en vez de someter a un suplicio innecesario tanto a mis pequeñas como al resto de la gente. No recordé una sola ocasión en la que asumiera que los demás tenían la obligación de soportar su mal comportamiento solo porque eran pequeñas. Siempre tuve claro, como buena baby boomer, que la responsable de un niño es la madre que lo parió. Y el padre, de estar presente.

Dos horas, dos horas y cuarto, sin una tregua… En un aciago momento mis ojos se toparon con los de la negligente millennial, quien me sostuvo la mirada con actitud desafiante. Mi reacción se limitó a mover de un lado a otro la cabeza y taparme el oído derecho con el dedo antes de regresar la atención a mi mesa.

Dos horas y media…

–    ¡Al fin pidió la cuenta! –exclamó una de mis amigas.
–    ¡Gracias a Dios! –murmuramos al unísono.
–    ¿Ya para qué? –pensé.

La mujer recogió sus cosas y pescó a su hijo de la mano, pero para sorpresa nuestra, en vez de dirigirse a la salida se enfiló con expresión furibunda en nuestra dirección.

–    ¡Cómo se ve que no tienen hijos!

Seguramente no esperaba mi respuesta ni las subsecuentes respuestas de mis amigas:

–    Yo tengo dos, pero educados.
–    Yo tres y bien educados.
–    También tengo tres y jamás permití que se comportaran de esa manera.
–    Dos y me encargué de educarlos.
–    Cuatro, todos bien educados.

Destilando bilis, la jovencita nos lanzó un “imbéciles” a la cara y atravesó el restaurante con el hijo a rastras sin dejar de proferir insultos hasta desaparecer. Sé que suena increíble, pero tal cuál sucedió, dejándonos boquiabiertas y estupefactas. ¿Qué pasó? ¿En serio han cambiado tanto las cosas? Si fuera un caso aislado no me tomaría la molestia de narrar este desagradable incidente, son obstante, aunque hay excepciones, no es el primero que me toca presenciar.

La mayoría de los millennials pretenden innovar al no querer criar a sus hijos de la forma en que ellos fueron educados. A diferencia de los Baby Boomers, desean estar más involucrados en la vida de sus hijos sin caer en la intensidad de sus propios padres. Con “suficiente” información en las redes como para sustentar sus decisiones, los padres de hoy, aquellos que creen en las papillas orgánicas y los juguetes sin género, pretenden seguir una especie de instructivo online. Son capaces de contactar al pediatra o a la maestra por Whatsapp, para mayor practicidad. No obstante, también hay una parte no tan positiva en su tipo de crianza.

La estructura familiar ha cambiado y las familias dirigidas por millennials suelen ser pequeñas democracias donde todos los miembros opinan qué quieren hacer. Esto genera una preocupante falta de autoridad en los padres, afirman los directivos escolares, quienes no siempre comparten la filosofía de los padres millennials en cuanto a los límites que se les ponen a los niños.

La generación nacida entre 1980 y principios del 2000 ha pasado de ser ‘los hijos consentidos’ a ‘los padres consentidores’. Los resultados de este tipo de crianza están por verse cuando sus hijos se conviertan en adultos. Al tiempo…

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