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Entre los últimos revolucionarios de la Sierra Maestra

Los combatientes de Guisa, en las laderas de la Sierra Maestra, hicieron una Guardia de Honor que duró cuatro días por la muerte de Fidel Castro.

La noticia de su muerte, la noche del 25 de noviembre, los agarró a casi todos dormidos y rompieron a llorar cuando fueron despertados abruptamente de sus sueños revolucionarios.

“Mi hija me llamó y sentí como un latigazo en la espalda”, recuerda Miguel Méndez, de 78 años.

“Yo estaba recostado soñando profundo, de lo mejor asere, cuando mi mujer me zarandeó y casi le pego del susto”, dijo Sergio Loynaz, de 75 años. “Habría sido mejor no despertarme”.

Hace algunos días, una cadena noticiosa de Florida divulgó un video en el que los viejos abuelos cubanos eran despertados por sus familiares que les daban la noticia de la muerte de Fidel Castro. Esos ancianos lloraban de gozo y brincaban de alegría. Pero a miles de kilómetros, en muchos pueblos cubanos como Guisa, los viejos lloraban de pena.

“Casi no puedo hablar de Fidel… se me parte el corazón. Uno perdió lo más preciado del mundo, que era ese hombre”, dijo Rubén Garcés Tamayo, de 80 años, que fue uno de los mensajeros que llevaba recados y provisiones a los guerrilleros de la Sierra Maestra entre 1956 y 1958.

Guisa fue fundada en agosto de 1765, luego se convirtió en un marquesado y a mediados del siglo XX fue uno de los pueblos rebeldes de la Sierra Maestra donde se libraron cruentos combates entre el ejército de Fulgencio Batista y los guerrilleros de Castro.

Este municipio montañoso de la provincia de Granma está ubicado a 16 horas en carro de La Habana. Con una extensión de 596 kilómetros cuadrados y unos 49.000 habitantes tiene una posición estratégica porque es un puente natural entre las llanuras del río Cauto y la Sierra Maestra; además está a pocos kilómetros de Bayamo, donde estaba el segundo emplazamiento militar de mayor importancia del Oriente de Cuba. Eso explica por qué Castro lo escogió como un enclave estratégico para acciones bélicas.

“Fidel llegó a Guisa el 18 de noviembre de 1958 con unos 180 efectivos y solo 24 veteranos del ejército”, recuerda Inés de Lourdes Ferrera, la directora municipal de cultura. “Desde aquí desarrolla una gran campaña con 18 acciones combativas del 20 al 30 de noviembre de 1958, por lo que estamos conmemorando el 58 aniversario de esa gran batalla”.

Un mes después de tomar Guisa, el Che Guevara libraba la batalla de Santa Clara y a finales de diciembre los revolucionarios tomaban Santiago de Cuba. El 1 de enero de 1959, Castro proclamó el triunfo de su Revolución y el resto es historia.

Los artífices del miedo

Un recorrido por las calles del pueblo sin pavimentar, llenas de cascotes y fango, viviendas derruidas, techos agujereados y fachadas agrietadas, parece mostrar que Guisa tuvo un pasado glorioso en la gesta de la Revolución cubana, pero ha perdido la batalla contra el tiempo. Allí pareciera que la guerra continúa.

El viernes 2 de diciembre fue un día especial para los veteranos. En un país en el que nadie sabe nada sobre los asuntos del Estado, y donde todos se contradecían sobre el itinerario de mil kilómetros de las cenizas de Castro a través de la isla, los ancianos estaban felices porque los iban a llevar a Cauto Cristo, una población cercana, para que le rindieran su último tributo al líder que marcó sus vidas.

Los antiguos combatientes se ponían su mejor camisa, pantalones limpios y gorras. No olvidaban las medallas de latón que cada año les otorgan por los aniversarios de las batallas; aunque ya casi no brillan, las pulían con esmero para ponérselas sobre el pecho.

Un tintineo los precedía cuando caminaban y se pavoneaban como si fueran los mismos jóvenes que corrían por las montañas cazando contrarrevolucionarios y fomentando uno de los Estados policiales más eficaces del mundo. Son los forjadores de este lugar donde nadie quiere hablar mucho para no ser delatado.

“La verdad es que uno nunca se retira de esto”, dice Miguel Méndez en la sede de la Asociación de Combatientes. “Vine a este territorio a luchar contra los bandidos porque después de la Revolución quedaron muchos pagados por el imperialismo”.

Méndez cuenta con orgullo que es el fundador de casi todos los subsectores de la lucha contra los disidentes en la Sierra Maestra: “Vine cumpliendo una misión política pero nunca he dejado, ni dejaré de luchar. Aquí somos 1320 combatientes que si vemos o escuchamos algo raro, lo reportamos porque nuestro deber es informar a las autoridades”.

Lo “raro” es difícil de definir para estos combatientes, pero abarca un amplísimo abanico de actividades que van desde los comentarios imprudentes y las críticas a los Castro hasta las reuniones políticas que no sean del Partido Comunista, los extranjeros deambulando por la zona tomando fotos, los jóvenes que hacen planes para irse del país y un largo listado que podría resumirse en un profundo miedo a los cambios solo superado por el amor a la rutina.

La mayoría de estos hombres proyectan un orgullo irredento; saben que son especiales. Pertenecen a la última tribu caribeña de los Aureliano Buendía que se marcharon al monte para hacer la guerra. “Mira todo lo que hemos hecho con dignidad”, decía Garcés y señalaba las calles sin pavimentar, las casas destartaladas y los restoranes vacíos. “Bueno, siempre falta alguna cosita pero tenemos educación y salud gratis. Nunca ha sido fácil pero somos libres”.

El último examen

Armelio Juan Mojena Pérez tiene 86 años y es uno de los pocos sobrevivientes de las huestes formadas por Castro. Ostenta el grado de capitán, ganado en batalla, y tiene una barba larga y blanquísima de patriarca que tironea mientras habla de su vida en el monte: “Yo soy de la Sierra Maestra y me alcé desde los 14 años, mucho antes que Fidel. Estuve cerca de él y también combatí con el Che, pero te digo que la cosa no era contra Batista”.

Mojena hablaba y fumaba un puro. Suele permanecer sentado, casi mayestático, porque le cuesta moverse, pero entre las volutas de humo fijó sus ojos en una foto de Castro y dijo con una sonrisa: “Nos alzamos porque se maltrataba mucho al pueblo pero el problema no solo era Batista sino el Estado cubano de esa época, por eso tumbamos al sistema. Con Fidel todo mejoró para nosotros”.

Mojena es una leyenda en Guisa. La gente lo venera pero también habla de sus problemas con el alcohol. La casa del viejo capitán parece una cueva húmeda y llena de sillas. Bajo el calor calcinante, Mojena enderezó la espalda, recobró su don de mando y empezó a interrogar a Garcés: “¿Van a ver a Fidel? Deme un reporte, ¿cuántos hombres van? Tienen que resguardar a Raúl y ¡mucho cuidado en Cauto Cristo!”.

Garcés lo miró conmovido y se le paró firme como si fuese un guerrillero activo. Le explicó todo pacientemente hasta que Mojena se calmó y, de repente, preguntó: “¿No me van a llevar a mí?”. Cuando le dijeron que no, el rostro del viejo capitán se llenó de lágrimas.

Garcés vive en una casita limpia y muy iluminada de la calle general Milanés. Aunque su fachada está descascarándose como las de casi todas las viviendas del pueblo, llaman la atención unos agujeros que tiene en la pared de su cuarto. Son varios puntos por los que brilla el sol del mediodía.

Cuenta que son balazos porque su casa está ubicada justo en el centro de lo que fue un fuego cruzado en un viejo combate. Muy cerca de su casa estaba atrincherado el ejército de Batista y arriba, en una loma, el guerrillero Braulio Curuneaux disparaba con toda su columna de combatientes.

“No estaba fácil”, dijo, y cuando se le pregunta por qué no tapó todos los agujeros de bala, responde con una carcajada: “Para poder recordar. Eso no se nos puede olvidar”.

Cerca de la una de la tarde había un enorme bullicio en la plaza principal de Guisa. Las guaguas, camiones y camionetas que iban a llevar a los ciudadanos hasta Cauto Cristo acababan de llegar. “Cálmense que nos van a llamar por un listado”, decía un hombre alto y barbudo. “¿Lista? ¿Cuál lista?”, gritaban todos al unísono. “¿Aquí nadie ha visto la lista?”, preguntó un policía.

Aunque los vehículos estaban decorados con banderas de Cuba y pancartas que rezaban consignas como “¡Viva Fidel!”, muchas personas estaban ataviadas con camisetas y gorras alusivas a Venezuela y su proceso político. Era como si toda la parafernalia electoral de ese país reviviera en las calles del pueblo: los cubanos vestían prendas con el dibujo de los ojos de Hugo Chávez y lemas como “Venezuela y Cuba unidos por siempre” y “Maduro en mi corazón”.

Todos querían marcharse y se subían a la guagua apenas los nombraban. En ese momento los viejos no renqueaban ni se tocaban las caderas ni se quejaban del calor. Más que guerreros que iban a una batalla parecían niños que se apresuraban a presentar el último examen de sus vidas.

Los veteranos de Guisa, en Sierra Maestra, abordan las guaguas que los llevarán a darle un último adiós a Fidel Castro, el líder que marcó sus vidas. CreditLisette Poole para The New York Times

En su libro Dos cubalibres, el escritor cubano Eliseo Alberto cuenta que en Nicaragua en 1980 presenció, en medio de las celebraciones por el primer año del triunfo de la Revolución sandinista, un momento único de la vida de Castro.

Estando en una fiesta en Managua, el líder comunista le exigía a un cura que le diera una prueba concreta de que había vida después de la muerte: “Me acuerdo que el sacerdote iba a decir algo sobre el tema, cuando Fidel lo cortó con un gesto de tijera, adelantándose al comentario, y dijo medio en broma que si había un Más Allá él tendría que cuidarse de su legión de enemigos, en cada círculo del infierno”.

Pero los viejos combatientes como Garcés creen en otra cosa. Se imaginan un paraíso comunista donde Fidel, el Che, Cienfuegos, Martí, Maceo y todos los héroes cubanos están presentes y no hay más privaciones ni miseria: “Si es verdad que existe el cielo, seguro que allá van a estar todos esperándonos para seguir la lucha, para seguir enseñándonos cómo vivir y ser revolucionarios”.


Fuente: nytimes

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