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Lo que aprendí como padre siendo canguro de un recién nacido

“Quítese, por favor, la camisa” – oí a la comadrona. “Va a ser canguro”

 

Esto me pasó el 10 de diciembre del año pasado, cuando mi hija menor recién nacida fue ingresada en la sala de recuperación. Anteriormente, una de las enfermeras mencionó durante una “visita de familiarización” que en su unidad se ha utilizado una práctica similar durante mucho tiempo. ¿En qué consiste lo de ser canguro?

Después del nacimiento, durante media hora es el padre quien mantiene en sus brazos al bebé y le tiene que balancear.

Pero hay un principio cardinal. Papá no puede llevar puesta ninguna camisa ni camiseta. El bebé tiene que sentir la piel desnuda. Una vez incluso, el bebé confundió los pechos de papá con los de mamá. El recién nacido se sorprendería probablemente, porque la leche no fluía. Al parecer, aquel padre también se había quedado sorprendido. 

Yo no me había sorprendido. ¡Estaba encantado! Siendo ya padre de dos hijas, tenía experiencia en cómo llevarlas, cómo dormirlas, cómo balancearlas. Los amigos me decían que durante algún tiempo me balanceaba incluso cuando no tenía ningún bebé en brazos (y lo sigo haciendo). Sin embargo, la experiencia de hacer de canguro de un recién nacido transformó algo en mí.

Después del nacimiento, nuestra hija menor fue entregada por un momento a mi esposa. Para mí, este momento fue siempre místico. La impresionante mirada de la madre, quien llevó al bebé en su vientre, quien lo acunó en su propio cuerpo, le escuchó, y finalmente lo dio a luz. Me imagino que es así como nos mira Dios. Nos contempla como la encarnación de su propio amor.

Como padre siempre he sido consciente de que no era capaz de experimentar tal proximidad, tal unión con alguien nuevo, aunque ya tan conocido. Ser canguro me hizo ver algo nuevo. Me di cuenta de que el papá es quien balancea, lleva, sujeta.

Robert Kościuszko en el libro Juego invisible describe la situación de cuatro protagonistas que tienen la sensación de estar volando. Son llevados como en una mano. Y, efectivamente, resulta ser la mano de un ángel. El papá debe ser como un ángel. Su mano tiene que llevar y bendecir.

Probablemente suena idílico, e incluso dulcificado. Porque hoy en día los padres “de verdad” ya no existen… Además, las manos de un padre se muestran fácilmente en los medios como el símbolo del mal, de un tacto doloroso. A pesar de esto, recuerdo una escena descrita por el difunto padre Jan Kaczkowski. Fue testigo de una situación en la que un padre llevaba en sus brazos al hijo.

El niño ya tenía unos cinco años, pero su progenitor lo mecía antes de dormir. Preparándole para un sueño eterno, porque el niño se estaba muriendo de cáncer. El padre lo abrazaba en silencio y le decía: “Puedes morir ya, puedes marcharte ya“. Esta escena me impactó fuertemente.

En mis brazos balanceaba a mi hija pequeña y sigo haciéndolo. Me preocupaba que no pasara frío. Me preguntaba si ella podía respirar y si no le molestaba la toalla. Aquel padre sostenía a su hijo en los brazos. También observaba si el hijo estaba respirando aún y pensaba si el niño pasaba frío o si se está quedando frío.

A menudo pienso en cómo soy como padre. ¿Estoy con mis hijas? De verdad. ¿Sé hablar con ellas? ¿Escucho lo que dicen y lo que no dicen? 

Antes de responder a estas preguntas, me voy y las balanceo un ratito.

 

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