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Lo que perdí con el divorcio de mis padres

Soy Roberto, un médico dentista que está felizmente casado y que es padre de tres niños. Pero, sobre todo, soy hijo de padres divorciados. Ahora que soy adulto puedo dar mi testimonio sobre el divorcio y su realidad.

 

Tenía sólo ocho años y era hijo único. Mis padres pensaban que, por la edad, no me daba cuenta de las cosas, que no me inquietaba ni me angustiaba. Se equivocaron.

No fui testigo de sus altercados, pero mucho antes de que se separaran, y sin que ellos lo imaginaran, percibí la ausencia de alegría y manifestaciones de cariño entre ellos, como quien respira un indefinible aire enrarecido. Una situación por la que, confundido, sentía cierta culpa, pensaba: “si ellos están mal, yo también estoy mal” o tal vez “ellos están bien y yo mal”, llegué a pensar que si era así… tal vez, no debí haber nacido o no querían que naciera.

Fingí estar jugando cuando los escuché hablar de un convenio sobre los coches, la casa, los muebles, las cuentas; hablaban con rigidez y de ese modo tocó mi turno. Fui un objeto más en la repartición de sus cosas y supuestas responsabilidades. Quedé como el hijo de un “divorcio afortunado”, pues se me proveyó de techo, medios materiales y educación académica. De esa manera me convertí sólo en un ser al que habían de proveerle, no tanto de afecto, sino de recursos para que saliera adelante. Entre los dos me convirtieron en un niño mimado y exigente, cuyos estados de ánimo trataban de controlar con regalos, en un “te doy, pero no me doy”; para luego regresarme al otro en turno con un frío beso y la mueca de una sonrisa. Seguía sin entenderlo.

Por las noches, en pesadillas, un monstruo me asustaba y con tormento esperaba a que se esfumara. Se lo pedí a los reyes magos pero él se quedó, así que tuve que acostumbrarme y llamarlo por su nombre. Fue así que la palabra divorcio formó parte de mí, y a medida que crecía se me involucró más y más en la triste realidad del drama de aquellos dos adultos. Un drama en el que fueron capaces de desechar lo que era más importante para mí: nuestra familia.

Mientras tanto, lo mantenía oculto. Me apenaba cuando preguntaban sobre mi familia, así que salía al paso con una mentira. Sentía envidia de quienes eran arropados por un sólido matrimonio y con coraje, veía películas donde presentaban el divorcio como algo inevitable, natural y, en ocasiones, hasta gracioso. Así que hice amigos que compartían la misma situación, pero terminaba rehuyéndolos, pues eran de conducta difícil.

Mis padres volvieron a formar, cada uno por su cuenta, otra “familia”. Como seguía alternándome entre ambos, me vi con un padrastro, una madrasta y medios hermanos aquí y allá. Yo era un comodín, que nunca se sintió cómodo.

Terminé la universidad, me convertí en un profesional y, como pude, en una persona que lograba conservar su equilibrio interior. Aunque padecí soledad, paradójicamente, en las fotos de los más importantes acontecimientos de mi vida, incluyendo mi boda, mis padres aparecieron siempre juntos y sonrientes, aparentando ser todavía una familia.

La mía es una de tantas historias en donde el divorcio no parece ser tan malo, pero no es así para quien sabe lo que tiene en el corazón. No es mi intención juzgar a mis padres, pero estoy consciente de que eso que viví es, y será siempre, la gran injusticia con los inocentes.

Quedó atrás la época en la que me esforzaba para que mi situación no me importara, en la que me decía a mí mismo que “lo tenía todo”, que vivía una situación más común de lo que parecía. Muchas veces escuché pontificar que el divorcio era una opción para quienes necesitan rehacer sus vidas sentimentalmente y un logro sobre la libertad humana. Lo llegué a considerar, pero finalmente no logré convencerme y decidí enfrentarlo.

El hombre es un ser libre, sí, pero también es capaz de usar esa libertad comprometiéndola por amor en el justo deber.

La verdad es que el divorcio desconoce la naturaleza personal del amor conyugal, del que nacen los derechos del hijo para el desarrollo de su ser en plenitud. Aquí, tres de esos derechos naturales e irrenunciables que no deben de perder los hijos:

Un hijo tiene derecho a la certeza de saber que fue concebido por amor. Por este amor, él adquiere un sentido de pertenencia mutua. El amor de esposos es un amor de espíritus encarnados, y a las cosas del espíritu no las mide el tiempo ni las condiciona el mundo. El amor forma una muralla protectora del matrimonio y los hijos, es la mejor herencia afectiva.

Un hijo hereda el derecho a tres amores para crecer íntegramente. El del padre, el de la madre y el que nace del amor conyugal. Para un hijo, el valor de este último amor es infinitamente mayor que el de cada uno de sus padres en lo individual. El amor que nace de esa unión, es la escuela donde se aprende a abrirse a los demás en actos libres y responsables, impulsando su desarrollo como varón o como mujer.

Un hijo tiene derecho al testimonio del compromiso de sus padres. Para aprender a andar por el camino de la prudencia en donde: la responsabilidad es la madurez de la libertad; el compromiso, la madurez de la responsabilidad; y el amor, la madurez del compromiso.

A mí no se me reconocieron estos derechos y, aun así, fui capaz de andar por el camino del verdadero amor; sin brújula, sin huellas que seguir y sin una mano que tomar.

Soy adulto, me esfuerzo por tener una vida plena y hago oración a Dios Padre para que camine por mi casa y cure todas las sombras, dudas y temores que el monstruo sembró en lo más profundo de mi. Pero, sobre todo, le pido que cuide, sane y resguarde del error a mis hijos.

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Fuente: Aleteia

Orga Astorga de Lira

Máster en Matrimonio y Familia, Universidad de Navarra.

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