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Lo Politically Correct amordaza a los campus anglosajones

Desde su nacimiento en el siglo XI, las universidades han sido para Occidente el oasis del debate abierto, la fortaleza que protege la libertad de cátedra, la cancha de la confrontación de ideas. Pero en los campus anglosajones algo está cambiando.

La mordaza de lo “políticamente correcto” provoca en Estados Unidos y el Reino Unido actos de censura y vetos a conferencistas. También se registran intentos de retirar estatuas de mecenas de antaño, repudiados ahora por los alumnos en una discutible revisión de la historia con gafas contemporáneas.

Los medios han comenzado a hacerse eco del problema y algunos profesores lo denuncian sin pelos en la lengua. El excelente historiador escocés Niall Ferguson, cuya voz se escucha en las aulas de Harvard, Oxford y Stanford, ha arremetido en The Sunday Times contra los “pequeños Robespierres” de la intransigencia de ultraizquierda. Tacha a esos estudiantes de antiliberales y los compara con los puritanos del siglo XVII.

A ojos actuales, la figura del inglés Cecil Rhodes (1853-1902) ciertamente puede rechinar. Hijo de un reverendo, emigró a África y se hizo de oro tras crear De Beers, compañía que todavía hoy mueve el 60% de los diamantes. Fue un colonialista ardoroso, con el imperialismo británico como estandarte. Fundó Rodesia, que lleva su nombre, y sin duda se le podría definir como un supremacista blanco, nada ajeno al odioso diseño del “apartheid”. Pero con su inmensa fortuna sufragó también el nacimiento de uno de los colegios de la Universidad de Oxford: el Oriel, e instituyó unas generosas becas que todavía hoy sufragan sus estudios allí a estudiantes africanos.

Una estatua en la segunda planta de la fachada recuerda a Rhodes en el Oriel College. Ahora tiene etiqueta en Twitter: #RodhesDebeCaer. La campaña la ha iniciado el alumno sudafricano Ntokozo Qwabe, quien paradójicamente ha llegado a Oxford gracias a una beca Rodhes. Cuando se le critica ese doble juego, alega que el filántropo “había robado el dinero a África”. Qwabe señala que “es intolerable que una persona que viene de Sudáfrica tenga que pasar cada día bajo la estatua de una persona que cometió tantos crímenes allí”. Añade también, sin pruebas, sólo apelando a sus emociones, que “en Oxford hay racismo, una violencia estructural contra los estudiantes negros”.

Tras una inmensa polvareda, por ahora la estatua de Rhodes se queda. Chris Patten, el rector de Oxford, un importante prohombre de la vida británica, el gobernador que entregó Hong Kong a los chinos, replica que no se puede reescribir la historia según la moral de hoy. «Si la gente que acude a la universidad no está preparada para mantener el tipo de generosidad que mostró Mandela; si no está preparada para aceptar los valores del libro más importante para un estudiante: La sociedad abierta y sus enemigos de Popper; entonces tal vez deberían pensar en educarse en otro sitio», ha declarado.

Pero no son sólo las viejas estatuas. Los alumnos que dominan la National Union of Students (NUS) sostienen que no deben admitirse en los campus ideas, clases y conferencia susceptibles de provocar que algún alumno pueda sentirse incómodo. Tal planteamiento tiene un inmediato corolario práctico: censura, casi siempre con la palabra “fascista” como la muletilla que señala al supuesto agresor. También es habitual acusar al vetado de homófobo o “transphobic” (persecutor de los transexuales), o de islamofobia.

Lo curioso es que muchos de los acosados son intelectuales instalados desde siempre en la izquierda más militante, que se han visto desbordados por su propio flanco zurdo. Hace un año, más de sesenta de ellos publicaron una carta en The Observer, el dominical del diario laborista The Guardian, en defensa de la libertad de expresión en los campus. Uno de los firmantes era el espigado Peter Tatchell, de 64 años, que durante cuarenta ha consagrado su vida a la defensa de los derechos de los homosexuales y a causas pacifistas. Tatchell, verde y socialista, paradigma del activista “progre”, no se perdía manifestación. Hasta había recibido palizas de guardaespaldas de Mugabe y de neonazis en Moscú. Tras firmar la carta recibió amenazas de muerte, acusado insólitamente de odios a los transexuales y de oponerse a la industria del sexo. La Unión Nacional de Estudiantes se negó a compartir escenario con él en un debate en la Canterbury Christ Church University y lo llamó “racista” y “transphobic”.

La Universidad de Cardiff, en Gales, impidió hablar allí a la destacada y veterana feminista australiana Germaine Greer, de 77 años. ¿Su pecado? Esta frase: «Un hombre castrado no se comporta como una mujer», que se consideró extremadamente ofensiva para el lobby a favor de los transexuales, uno de los más activos en los campos en la batalla de la corrección política.

La iraní Maryam Namazie, marxista y atea, es una activista en favor de los derechos humanos en la lista negra de Teherán. Reparte su vida entre Inglaterra y Estados Unidos. En septiembre del pasado año el sindicato de estudiantes intentó a toda costa prohibir una conferencia suya en la Universidad de Warnick, en el centro de Inglaterra, alegando que era «una incitación al odio», ofensiva para los alumnos musulmanes. La calificaron de “demasiado incendiaria para ser escuchada”. La polémica consiguiente permitió que finalmente pudiese hablar. Su enojo es grande: «Me enfada que nos quieran encerrar a todos en una caja fuerte y que tachen de racista a quien critique el Islam. No es racismo. La crítica ha de ser un derecho fundamental. El movimiento islamista está provocando matanzas de gente en Oriente Medio y África. Es importante hablar y criticarlo».

La web liberal inglesa Spike ha hecho un estudio y concluye que el 90% de las universidades del Reino Unido ha recortado la libertad de expresión. Según sus datos, “la mitad han prohibido o censurado ideas”. En algunos campus se impide la distribución de periódicos amarillos de derechas, como TheSun, DailyStar y Daily Express. También se vetan canciones, conferencias, clubes deportivos, sociedades y hasta a cómicos considerados “demasiado agresivos”.

Estudiantes británicos y estadounidenses han acuñado dos nuevos conceptos: “microagresiones” (daños que se causan a la sensibilidad del alumno, cuya definición queda al albur de la subjetividad del propio estudiante) y “espacios seguros” (los campus deben ser zonas donde los alumnos deben estar libres de la intimidación y del odio).

En la Universidad de Columbia ya no se puede estudiar sin advertencia previa Las Metamorfosis de Ovidio, la maravilla del poeta romano clásico, pues relata una violación. Y El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, es peligroso porque contiene “suicidio, violencia doméstica y violencia explícita”. Virginia Woolf es desaconsejada por animar “tendencias suicidas”.

A los alumnos no les gusta que los contradigan, no lo soportan. Pagan mucho dinero para llegar a esas universidades de la Ivy League y han tenido que estudiar muy duro antes. Se consideran clientes que han accedido a un servicio y el cliente siempre tiene la razón. No están dispuestos a pasarlo mal porque alguien los contradiga intelectualmente. Es una generación que se ha criado sin que en sus hogares o en sus escuelas les hayan llevado la contraria. Los acosos en Twitter a profesores librepensadores son constantes, con insultos a veces brutales (desde luego muchísimo más graves que las palabras previas de los docentes supuestamente incorrectos).

El Centro de Investigaciones Pew, un “thinktank” de Washington, ha hecho una encuesta que concluye que el 40% de los estudiantes de más de 18 años están a favor de que el Gobierno censure declaraciones que puedan ser ofensivas contra las minorías. Esa cifra cae al 25% en generaciones anteriores, las de 51 a 69 años.

En una universidad tan prestigiosa como Yale se está poniendo en cuestión la pertinencia de la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana, que desde 1791 prohíbe cualquier ley que impida o restrinja las libertades de culto, expresión, prensa y reunión.

La ola de la corrección política sostiene que no basta con ser un gran sabio si esa persona es después “un intolerante”. ¿Pero quién y cómo define esa intolerancia?

La profesora Joanna Williams, de la Universidad de Kent, en el Sureste de Inglaterra, es la autora del libro Libertad académica en la era de la conformidad: el miedo al conocimiento. Su diagnóstico de lo que está ocurriendo es sencillo: “En lugar de fomentar la solidez intelectual para cuestionar y debatir, se está diciendo que las palabras pueden ejercer la violencia y deben ser censuradas”.

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Richard Olson es escritor y periodista. Actualmente, reside en Nueva York, donde escribe para varias publicaciones.

 

 

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