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Las dos izquierdas de Jorge Castañeda

La inmersión de Jorge Castañeda en la izquierda mexicana es una historia de vida intelectual tan cambiante y contradictoria como la historia de la misma izquierda. Patrick Iber recrea ese trayecto


En 1981, mientras revolución y contrarrevolución arrasaban a Centroamérica, la policía secreta de México creyó que había cazado a un espía importante: Jorge Castañeda Gutman, el hijo del ministro de Relaciones Exteriores. Según los reportes de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), Castañeda fue un marxista-leninista declarado que había traicionado a su país de parte del gobierno cubano, aprovechando las conexiones de su padre para ayudar a los revolucionarios centroamericanos. Los agentes de la DFS coleccionaron fotografías de Castañeda reuniéndose con los dirigentes de la guerrilla y dramáticamente sellaron su expediente con la leyenda “espionaje”.

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Ilustración: Belén García Monroy

25 años después, en 2006, Jorge Castañeda publicó un artículo en Foreign Affairs que hubiera sorprendido a sus perseguidores de la DFS. “Latin America’s Left Turn” popularizó una teoría que él había propugnado por más de una década. Sostuvo que la posibilidad del cambio revolucionario había terminado con la caída de la Unión Soviética, dejando a la izquierda latinoamericana sin más que una posibilidad: llegar a ser “moderna”—con lo cual Castañeda se refería a un compromiso pluralístico con la política democrática y electoral, y apertura pragmática a los mercados y al comercio internacional. Una parte de la izquierda, la cual incluía a muchos veteranos de los partidos comunistas y los movimientos guerrilleros, ya había adoptado esta postura. Castañeda denominó a ese grupo la “izquierda correcta” —y señalaba a los gobiernos chilenos postdictatoriales como ejemplos arquetípicos de la reforma social modesta, perseguidos dentro de una infraestructura básicamente capitalista.

A Castañeda le preocupaba que gran parte de la izquierda latinoamericana no había aprendido las lecciones de 1989. Esos gobiernos formaban una tradición autoritaria populista que Castañeda designaba como la “izquierda incorrecta”. Ejemplificados por Hugo Chávez y Fidel Castro —ex presidentes de Venezuela y Cuba, respectivamente—, esta izquierda era cerrada, estridentemente nacionalista, económicamente irresponsable, indiferente a las normas democráticas e irracionalmente antiestadunidense. Jorge G. Castañeda, una vez visto como agente cubano, ya defendió la izquierda moderada contra sus opositores radicales.

La idea de las “dos izquierdas” es quizás la interpretación más influyente de la izquierda latinoamericana de este siglo. La prensa internacional regularmente describe la región distinguiendo entre populismos autoritarios y socialdemocráticos razonables. Y ha habido muchos momentos cuando esta manera de interpretar parece apropiada. En 2011, por ejemplo, a varios presidentes izquierdistas les diagnosticaron cáncer. Hugo Chávez —según Castañeda el adalid de la “izquierda incorrecta”— le echó la culpa a Estados Unidos: “¿Sería extraño”, se preguntó, “que hubieran desarrollado una tecnología para inducir el cáncer y nadie lo sepa hasta ahora y se descubra esto dentro de 50 años o no sé cuántos?”. Estuvo en Cuba durante periodos largos, recibiendo tratamiento sin divulgar la naturaleza precisa de su cáncer. Murió en marzo de 2013, cinco meses después de haber sido reelegido por cuarta ocasión. Chávez dejó varias misiones sociales, financiadas por el petróleo venezolano y el bloque antiimperialista de naciones, ALBA. Pero tanto como los pobres se sentían representados por él, la oposición lo veía como un bufón autocrático. En las elecciones legislativas venezolanas de diciembre de 2015, en medio de la crisis económica, la oposición ganó una mayoría cualificada en la asamblea nacional.

Los otros políticos afectados por el cáncer, incluso Luiz Inácio Lula da Silva, el ex presidente de Brasil, sobrevivieron. Lula, un obrero metalúrgico y líder sindicalista, llegó a destacar como miembro fundador del Partido de los Trabajadores y un opositor del régimen militar brasileño. Elegido presidente en 2002, gobernaba durante dos cuatrienios que ejemplificaban la “izquierda correcta”. Hoy en día involucrado en una grave crisis de corrupción, durante su mandato, Brasil experimentó un crecimiento económico fuerte apoyado en programas sociales que disminuyeron la pobreza, y recibió una aprobación de más de 80% al fin de su mandato. También era un fumador de toda la vida. Cuando apareció su cáncer, habló francamente con la prensa y hasta se afeitó la cabeza en vivo por televisión. En 2012 pudo declararse curado.

El contraste entre las evasivas teorías de la conspiración de Chávez y la franqueza de Lulaapoya la idea de que no ha habido una izquierda monolítica durante los años de la “marea rosada” —que se inició con la elección de Chávez en 1998—, sino dos izquierdas. Sin embargo, otros se han cuestionado la idea de las dos izquierdas desde múltiples puntos de vista. Admiradores de Hugo Chávez u otros que Castañeda describe como miembros de la “izquierda incorrecta” se resentían, como era de esperar. Algunos coincidían con la distinción pero revirtieron la polaridad: para ellos, la izquierda radical latinoamericana fue la única esperanza para una nueva sociedad, mientras la socialdemocracia incrementalista era impotente frente al capital global. Otros, notando las relaciones diplomáticas y de amistades que cruzaban los dos campos —Lula, por ejemplo, siempre habló de Chávez de manera más positiva que Castañeda— sugirieron que sólo existía una izquierda. Y otros más pensaban que la división en dos grupos impuso una homogeneidad artificial sobre sus miembros, dado que existen importantes diferencias incluso dentro de las dos categorías.

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Desde la izquierda muchos descartan a Jorge Castañeda como un típico joven de izquierda convertido en conservador de mediana edad, y él sabe que tiene sus críticos. Su reciente libro de memorias, Amarres perros, abre con un aforismo del rabino Yehuda Brandwein: “Cuando un hombre sin enemigos parte de este mundo hacia el siguiente, el Creador sabe inmediatamente que esa persona ha desperdiciado su vida”. Castañeda insiste en que el problema de su carrera política siempre ha sido el timing: “me equivoco en el momento de tener razón”. Sin embargo, su autobiografía sugiere que ha cambiado menos de lo que parece. Durante un largo tiempo ha abogado por las reformas internas dentro de la izquierda y la transformación del conflicto armado en lucha política. Ha sido un ambicioso, si sólo parcialmente exitoso, arquitecto de su propia carrera política. Sus experiencias también dejan la idea de las “dos izquierdas”, con sus puntos fuertes y débiles, más inteligible.

El padre de Jorge Castañeda Gutman, el diplomático Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, le dio a su hijo una peripatética y global niñez, con estancias en El Cairo y Estados Unidos. Su madre, Oma Gutman Rudinsky, era una refugiada polaca-judía y una estalinista declarada que le proveyó a su hijo su exposición a las ideas de izquierda. Pasó sus años universitarios en Princeton y París, donde se encontró con la obra del filósofo marxista Louis Althusser. Mientras residía en Paris, Castañeda y sus amigos empezaron a cuestionar los dogmas de la izquierda latinoamericana. La teoría de la dependencia, que explica el subdesarrollo económico culpando el imperialismo en vez de las instituciones domesticas, le pareció una racionalización maniquea por el nacionalismo excesivo y los intereses de Cuba.

Sus primeros esfuerzos políticos vinieron en 1978 cuando, a los 25 años, ingresó en el Partido Comunista Mexicano (PCM). Ese partido, el partido comunista más viejo de América Latina, estaba, como muchos en esos años, debatiendo su futuro. A finales de los ochenta el partido adoptó una línea parecida al “eurocomunismo”, juntándose con coaliciones más amplias antes de disolverse como parte del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Pero a finales de los setenta y principios de los ochenta todavía se discutían esas nuevas direcciones. Castañeda quería ser uno de los reformistas y, durante el decimonoveno congreso del PCM en 1981, buscó un cambio de reglas que le hubiera permitido postularse por la posición de miembro del Comité Central, a pesar de carecer los cinco años de membresía obligatorios. Su propuesta fue rechazada, igual que la mayoría de las reformas en ese momento. Castañeda se encontró sin influencia en el partido y pronto se separó de él.

Al mismo tiempo, en Centroamérica se vivía el estallido de conflictos entre insurgentes de izquierda y gobiernos represivos, generalmente apoyados por el gobierno estadunidense. En 1979 los sandinistas de Nicaragua derrocaron la dictadura cruel de los Somoza. En El Salvador y Guatemala insurgencias poderosas también se enfrentaban con los gobiernos de sus respectivos países. Los movimientos guerrilleros brotaron por la injusticia profunda en cada nación, pero también dependían de sus patrocinadores internacionales. El papel de Cuba en armar, entrenar y unir a las varias facciones armadas está ya bien documentado, a pesar de haber sido negado muchas veces en aquel entonces. El papel de México en los conflictos centroamericanos ha sido subestimado. Chiapas les ofreció a los guerrilleros guatemaltecos un refugio transfronterizo. La ciudad de México, un refugio cosmopolita para radicales internacionales desde 1910, proporcionó una base para coordinar la diseminación de propaganda y la transferencia de armas. El padre de Jorge G. Castañeda, ministro de Relaciones Exteriores entre 1979 y 1982, reclutó a su hijo como intermediario entre México y los guerrilleros centroamericanos. En su autobiografía Castañeda escribe que su tarea principal era en relaciones públicas, pero que también facilitó la transferencia de armas. Estas acciones fueron la causa por la cual la DFS le acusó de espionaje.

En Amarres perros Castañeda contesta esos cargos de una manera convincente. A pesar de las sospechas de la obsesiva DFS, él trabajaba para su padre, no para los cubanos. Muchos otros oficiales mexicanos hacían labores parecidas. José López Portillo —que se refería con afecto a los sandinistas como “mis muchachos”— sabía lo que hacía Castañeda e ignoraba los reportes de la DFS. Castañeda admite solamente una acción —transportar a Jaime Guillot Lara, el guerrillero colombiano, a España para impedir su extradición a Estados Unidos— que deseaban los cubanos, pero que no alineó con el interés nacional de México. La mayor parte de su tarea era fortalecer el papel de México en Centroamérica para contrapesar la influencia cubana. Entre los logros de Castañeda están la ayuda a 40 mil refugiados guatemaltecos en Chiapas y el empuje para que México reconociera oficialmente a la guerrilla salvadoreña —el inicio de un proceso que terminó, años después, con un acuerdo negociado para poner fin a la guerra civil y la conversión de las fuerzas guerrilleras en un partido político. El hombre que se hizo famoso internacionalmente como crítico de la izquierda radical apoyaba, sin lugar a dudas, a los revolucionarios armados. En una conversación en junio pasado sobre la idea de las “dos izquierdas”, le pregunté a Castañeda si había sido correcto su apoyo a las fuerzas guerrilleras. Sí, replicó: “Yo nunca dije y no diría lo que sostiene Gabriel Zaid [en su ensayo “Colegas enemigos”]… al considerar a las guerras civiles centroamericanas una suerte de disputa familiar. Involucraban verdaderos intereses de clase, existían genuinas diferencias ideológicas, habían intereses estratégicos… no fueron sólo disputas familiares en países pequeños, especialmente… cuando llegaron los Estados Unidos”.

En El Salvador, agregó Castañeda, “no hubo otra manera de tratar de eliminar la violencia, la dictadura y la represión”. Las guerrillas se mostraron capaces de convertirse en “una izquierda básicamente moderna, sofisticada y globalizada. Negociaron un acuerdo de paz, permanecieron leales a ese acuerdo, esperaron su momento, y finalmente ganaron… El resultado fue algo parecido a lo que yo esperaba y lo que traté de apoyar”. (Un ex líder guerrillero, Salvador Sánchez Cerén, fue elegido presidente en 2014.) En Guatemala, aseguró, su apoyo para la guerrilla también fue correcto, pero el resultado fue menos impresionante. La mayoría indígena en Guatemala se queda empobrecida, y al país todavía le faltan funciones básicas como un efectivo impuesto sobre la renta.

La orientación pro chavista de Nicaragua bajo el ex guerrillero Daniel Ortega lo sitúa como miembro de la “izquierda incorrecta”. Castañeda me dijo que incluso durante los ochenta se preocupó por las tendencias autoritarias del gobierno sandinista. “Fueron mucho más subordinados a los cubanos y había más inclinación a la actuación autoritaria, a la corrupción, al fanfarroneo internacional”, recordó. “Llegó un punto cuando ya no tenía mucha influencia, especialmente en 1982 cuando ya fueron establecidos los sandinistas en el poder. Así que en el caso de Nicaragua no diría que fue un resultado afortunado como El Salvador, pero tampoco diría que fue incorrecto. Lo que intenté hacer fue usar a México para presionarlos tanto como fuera posible para mantenerse alejados de los cubanos pero con la crisis financiera de 1981-82 mi tarea fue imposible”.

En general, Castañeda concluye que, a pesar de los resultados inconsistentes, optó “por el lado correcto”. Al ver a los movimientos guerrilleros resolver disputas internas con difamación e incluso asesinatos, fortaleció su creencia en la necesidad de reconstrucción democrática: “Evidentemente la manera en que esas disputas fueron resueltas me hizo pensar: ¿qué ha cambiado desde los tiempos de Stalin y Trotsky?”.

Con la pérdida de influencia sobre las guerras centroamericanas Castañeda empezó a abogar por reformas políticas en México. En un artículo de 1985 que hoy abiertamente describe como “neoliberal,” recomendó la modernización económica, la inversión exterior, la democratización política y el desmantelamiento de subsidios al consumo. Acusado por partidarios del PRI de atacar el Estado de bienestar mexicano, contraargumentó que su blanco verdadero era un sistema corrupto y clientelar que excluía a los pobres y a cualquier otro que no tenía nada que ofrecer al partido oficial. En 1988 servía como consejero informal a la campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas.

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Castañeda libremente acepta la designación “neoliberal”, una palabra que representa un conjunto de ideas que muchos de izquierda consideran responsable de la crisis económica y el crecimiento lento, ni mencionar sus asociaciones con las dictaduras como la de Pinochet en Chile. Le pregunté qué diferencia al neoliberalismo de la socialdemocracia en el contexto latinoamericano. “Hay un estrecho margen de flexibilidad para cualquier gobierno latinoamericano de izquierda, hoy y en los últimos 15 años, para ir más allá de una política macroeconómica orientada al mercado”, respondió. “En ese sentido, todos somos neoliberales”. Un gobierno socialdemocrático, para él, persigue redistribución pero dentro de esos parámetros: “Un gobierno sostenido de centro-izquierda puede ocasionar cambios importantes en las vidas de sus ciudadanos, como se ha hecho en Brasil, como se ha hecho en Chile, como se ha hecho en Uruguay… pero no es una revolución. Eso ya se acabó”.

Estas ideas se hacen eco del argumento del libro más importante de Castañeda, La utopía desarmada. Publicado en 1993, aquel libro exploró el impacto del fin de la Guerra Fría sobre la izquierda latinoamericana. Lleno de detalles de una persona enterada, las primeras 300 páginas se quedan sin rival como una historia de la izquierda latinoamericana en el siglo XX. Las últimas páginas prescriptivas solidificaron una temprana —y controvertida— versión de la perspectiva de las “dos izquierdas”. Con el colapso de la Unión Soviética y sus consecuencias para Cuba, la posibilidad de un subsidio externo para la izquierda latinoamericana se había desvanecido. Al mismo tiempo, el fin de la Guerra Fría disminuyó la probabilidad de intromisión atroz por parte de Estados Unidos, que había servido como una de las justificaciones para la resistencia armada. El único camino que quedó para la izquierda, concluyó, fue una estrategia electoral modelada en los partidos socialdemocráticos de Europa Occidental.

Después de La utopía desarmada siguió una biografía del Che Guevara: La vida en rojo(1997). Crítica pero no hostil, la biografía se destaca por la atención que da al contexto político en que el Che se movía. En La herencia (1999) recurre a una serie de entrevistas para analizar cómo los presidentes priiístas seleccionaron a sus sucesores. La conclusión básica fue que, para ser seleccionado, el precandidato tenía que crear un problema que sólo él podría resolver. Por ejemplo, Castañeda concluye que Luis Echeverría, como secretario de Gobernación, contribuyó a provocar la masacre en Tlatelolco, generando una crisis que para Gustavo Díaz Ordaz sólo él podría resolver. Como presidente, Echeverría asumía un perfil populista y antiimperialista para contrastar con el conservadurismo de su predecesor. Esta visión cínica de Echeverría ayuda a explicar la hostilidad de Castañeda a Andrés Manuel López Obrador, personaje que en la opinión de Castañeda cabe dentro de la tradición del irresponsable e inmoral populismo de Echeverría. Hace tiempo López Obrador injurió a Felipe González, el ex primer ministro de España, diciéndole un “vil reformista” —precisamente la suerte de ataque que Castañeda, quien jovialmente se identificó durante nuestra conversación como un “pinche reformista de mierda”, encuentra sospechoso e intolerable. (González recientemente mostró algo de lo que indicó AMLO cuando, después de una visita a las prisiones de Venezuela, anunció que la dictadura de Pinochet respetaba más los derechos humanos que Nicolás Maduro.)

En las elecciones mexicanas de 2000 Castañeda encontró un vehículo inesperado tanto para su proyecto de reforma democrática como para sus ambiciones personales: Vicente Fox. Castañeda tuteló a Fox en política social y abogó por el voto útil para sacar al PRI de Los Pinos. A pesar de su antipatía por el PRI, Castañeda obviamente aprendió algo de las técnicas que investigaba en La herencia. Inteligentemente esquivó a sus rivales para obtener la posición de su padre: Secretario de Relaciones Exteriores en la administración de Fox. Su énfasis en derechos humanos en la región causó problemas con Cuba, y otro esfuerzo significante —un acuerdo de reforma migratoria con el gobierno de Bush— se descarriló con los ataques del 11 de septiembre. Al final encontró al PAN no más hospitalario que lo que el PCM había sido en los ochenta y renunció a su puesto en 2003. Fue candidato independiente a la presidencia en 2006. A pesar de que su nombre no apareció en la boleta, su campaña ha conducido a cambios en la ley, facilitando las campañas independientes más recientes, algunas de ellas victoriosas.

La idea de las “dos izquierdas” fue el fruto lógico de las experiencias políticas de Castañeda. Emergió durante sus confrontaciones con un partido comunista inflexible, el particular autoritarismo del PRI y las agonías de la guerra de guerrillas. El énfasis en democratización y pluralismo dentro de la izquierda tiene sentido en todos esos contextos, y todavía tiene sentido en muchos más. Pero con el cambio de las circunstancias la infraestructura ha perdido una parte de su atracción. Castañeda quiere que la izquierda latinoamericana se parezca más a la europea, pero los últimos años han sido difíciles para la socialdemocracia europea.

Mientras tanto, el problema más grave de América Latina, la desigualdad extrema, se ha movido al centro de la agenda de la izquierda internacional. Desde el punto de vista de la desigualdad, los logros de la “izquierda correcta” son sin duda contradictorios. En Brasil y Chile los niveles de desigualdad se han mantenido a niveles extraordinariamente altos, a pesar de pequeñas reducciones. Cuando le puse esta objeción a Castañeda admitió el problema pero afirmó que “no hay nadie en ningún parte que haya resuelto ese problema, salvo durante un lapso muy extenso o con medidas radicales que obviamente no son posibles hoy”. Los logros igualitarios de Cuba, por ejemplo, fueron construidos con subsidios soviéticos, moviendo gran parte de la economía a la nómina del Estado, y la emigración de una gran parte de la población profesional a Estados Unidos. “Si pudiera enviar 25 millones de mexicanos a Estados Unidos, créeme, la desigualdad en México disminuiría sustancialmente, porque irían los pobres. Pero no se puede hacer eso. Tampoco se puede enviar a los ricos. En cualquier caso la desigualdad disminuiría”.

Castañeda mantiene la esperanza por la socialdemocracia en el continente, observando que se ha reducido la pobreza y que “una reducción en pobreza probablemente llevará una reducción en la desigualdad. Pero se van a necesitar más tiempo, más esfuerzo y más políticas imaginativas”. Insiste también en que las políticas no solamente tienen que ser imaginativas, sino efectivas. Según el Banco Mundial, el gobierno de Chávez en Venezuela usó su riqueza petrolera para reducir la desigualdad a los niveles más bajos en América, con la excepción de Canadá. Pero esta hazaña frágil probablemente no sobrevivirá la crisis económica creada por la política del Estado, y que provocó la pérdida legislativa de diciembre de 2015. Mientras tanto, otros en el grupo “incorrecto” —como Rafael Correa en Ecuador y especialmente Evo Morales en Bolivia— han dirigido el crecimiento robusto combinado con reducciones en la desigualdad social. Para el gusto de Castañeda, tanto Correa como Morales critican demasiado el mercado y el sistema internacionales— y el uso de Correa de la oficina de la presidencia para atacar a los medios de comunicación que lo critican se ha ampliado de una lucha contra los medios de derecha a una práctica que amenaza al periodismo independiente. El balance de los gobiernos de Correa y Morales incluye, pues, avances en justicia distributiva junto con una suerte de “centralismo democrático”. Ni es totalitarismo ni siquiera dictadura. Ni Correa ni Morales, a pesar de su radicalismo retórico, han destruido el capitalismo o ilegalizado a la oposición. Pero, irónicamente, probablemente no son las derechas bolivianas y ecuatorianas las que tienen la mayor dificultad en expresar su descontento. El disentimiento desde la izquierda muchas veces viene de movimientos sociales que critican un modelo de desarrollo que depende de la extracción de recursos naturales. Injustamente agrupados con la derecha, a estos grupos les cuesta obtener una audiencia imparcial cuando se enfrentan a sus gobiernos. Si bien algunos aspectos de estos gobiernos merecen ser criticados e incluso son intolerables, lo mismo se podría decir de casi cualquier gobierno, incluso de los de la “izquierda correcta”. Castañeda reivindica su apoyo para los movimientos guerrilleros centroamericanos de la década de los ochenta porque un solo país —El Salvador— tuvo un resultado bastante bueno (por lo menos en términos políticos). No queda nada claro que la izquierda populista de hoy deje un resultado peor.

Eso no implica que los gobiernos populistas merecen acatamiento ciego. Un socialismo democrático, por razones que Castañeda bien resume, difícilmente va a emerger en Cuba o Venezuela. Pero probablemente no va a emerger tampoco en los países moderados de Chile o Brasil, dada la persistencia de la desigualdad extrema en ambos países. El redescubrimiento del estudio de economía política en Estados Unidos ha producido resultados muy claros, demostrando su indiferencia a la opinión de los pobres y su sensibilidad a los intereses de los ricos. Eso no es menos cierto en lugares que son aún más desiguales, incluso la mayoría de América Latina. La democracia electoral es posiblemente no muy adecuada para todo tipo de problema, y la desigualdad extrema parece ser uno que lo amarra en nudos. La confianza de Castañeda que la liberalización del mercado y un ethos socialdemocrático fueron complementos naturales, compartidos por muchos durante los noventa es cada vez más difícil de sostener. Sin embargo, él insiste en que hay ideas no revolucionarias, como un impuesto a la herencia, que se debe implementar antes de perder la esperanza.

El esquema de las “dos izquierdas” —el resultado de décadas de experiencia política— todavía provee un punto útil para el análisis. Hay verdaderas diferencias entre las izquierdas latinoamericanas. Pero la distinción pierde utilidad cuando se convierte en garrote para aporrear a la izquierda populista de una manera que se hace imposible entender cómo esos gobiernos llegaron al poder o cuáles logros han sostenido su poder durante años. Dicha posición sólo se puede justificar si los gobiernos socialdemocráticos son juzgados sólo por sus éxitos y los populistas sólo por sus fallas. La experiencia histórica de la marea rosada debería inducir autocrítica por los partidarios de ambos lados. Si la desigualdad arraigada quiere decir que América Latina todavía necesita el socialismo democrático, la pregunta de cómo llegar a él evoca un chiste que solía contar el historiador Eric Hobsbawm: un irlandés, a quien le preguntan por la vía a Ballynahinch, responde: “Si fuera tú, no empezaría de aquí”.

 

Patrick Iber
Profesor de historia en la Universidad de Texas en El Paso. Autor de Neither Peace nor Freedom: The Cultural Cold War in Latin America, publicado en 2015 por Harvard University Press. Una versión de este ensayo apareció en Dissent

 

FUENTE: http://www.nexos.com.mx/?p=28265

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