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9 cosas que me hubiera gustado saber antes de casarme

El pasado 7 de noviembre, mi esposa y yo cumplimos diecisiete años de casados. Hoy puedo decir que han sido años de paz y armonía conyugal, pero no una paz de cementerio, sino de familia; es decir, una paz conquistada a fuerza de lucha, por paradójico que pueda sonar. No fue fácil, porque justamente esta armonía conyugal que es parte de la santificación del matrimonio, es uno de los frutos del sacramento.

A continuación enumero las 9 verdades sobre la vida conyugal que quisiera haber comprendido mejor antes de casarme:

1. No existe un plan B. 

El matrimonio es para toda la vida.

Siempre tuve buenos ejemplos: mis padres se amaron y se respetaron en salud y enfermedad, en prosperidad y en adversidad. Me consideraba “inmune” al espíritu de la época: “A mí no me va a pasar” sostenía, porque amaba a esa mujercita que se había metido en mi vida como nunca había amado a nadie. Pero no sólo hay que saber la verdad, también hay que comprenderla y amarla. Y por sólo saber, y faltarme la comprensión y el amor, me encontré en medio de una crisis conyugal, preguntándome si no me habría equivocado al casarme. Inevitablemente, eso lleva a pensar si no habría una compañera más adecuada, y de allí a despreciar a la bellísima persona que Dios puso a mi lado para mi santificación. El matrimonio es para toda la vida y lo que lo hace una aventura maravillosa es precisamente ese mandato de uno con una para toda la vida. Cuando eso está claro, las crisis conyugales se convierten en oportunidades para crecer juntos.

2. El matrimonio no se trata de mi felicidad.

Ésta es una verdad clave y no la aprendemos hasta mucho después de habernos casado. Especialmente los hombres. Muchas parejas, al preguntarles en forma individual para qué se casaron, contestan casi unánimemente: “Me casé para ser feliz”. Pero el matrimonio no es una caja mágica de la que podemos extraer felicidad: no habría divorcios si fuera algo así. El matrimonio se trata precisamente de buscar, con todas mis fuerzas, la felicidad de mi cónyuge. Mi felicidad tiene que basarse en ver felices a las personas amadas: esposa e hijos. Una vez que se comprende esto y que esto se convierte en el eje de la relación, el matrimonio florece y podemos comenzar a ver los frutos del sacramento.

3. La comunicación es más efectiva que el silencio, siempre.

El silencio generalmente comunica hostilidad, desinterés y mala predisposición, y eso mata a la relación casi indefectiblemente. El problema es que hay aquí un desfase en el modo en el que manejamos la comunicación cuando estamos estresados. Cuando una mujer está estresada necesita desesperadamente hablar, pero cuando un hombre está estresado, lo que menos quiere es hablar del estrés que lo aqueja, y esta sencilla diferencia hace que nuestras esposas perciban el silencio como hostilidad, o que nosotros percibamos la necesidad femenina de hablar como una amenaza. Si mi esposa está estresada yo la escucho sin corregirla y sin querer resolver sus conflictos. El solo hecho de poder hablar y contarme sus problemas le ayuda a resolverlos. Y si yo estoy estresado, ella me deja que me tranquilice y luego yo mismo la busco para poder comunicarnos.

4. Servir me beneficia.

Otra gran maravillosa verdad: el matrimonio es una comunidad de servicio. Si yo sirvo a mi esposa y mi esposa me sirve a mí, todos salimos beneficiados. Los hombres no comprendemos esto porque vemos que nuestra mujer sirve casi instintivamente y nosotros… bueno, nos queda bastante cómoda esa situación. Y aquí fallamos en la comunicación porque nuestras queridas esposas muchas veces creen que si ellas siguen dando en la relación, nosotros nos daremos cuenta y querremos dar al mismo tiempo. Generalmente no funciona así. Dos cosas me ayudaron a comprender esta verdad: la primera vez, mi esposa me lo dijo. No usó el mejor tono para decírmelo, pero me lo dijo, y hasta ese momento yo no me había percatado de todo lo que hacía ella y de todo lo que yo no hacía. La segunda fue el nacimiento de nuestros hijos. En el momento en el que comencé a servirla porque ella estaba con el postoperatorio de la cesárea, me di cuenta de que hay una gran verdad en el dicho de Nuestro Señor: “Hay mayor felicidad en dar que en recibir” (Hch 20, 35). Pero es una verdad que tenemos que recordar a diario y ofrecernos a nuestra esposa en una actitud servicial.

5. El conflicto no es señal de que seamos una pareja disfuncional.

Por el contrario, la falta absoluta de conflicto es señal de que “nos rendimos”. Un matrimonio que discute es un matrimonio formado por dos personas con igual dignidad y por lo tanto, muchas veces con diferencias de criterio y opinión. La vida es lucha y la paz completa existe probablemente sólo en el cementerio. Un matrimonio totalmente carente de conflictos está en proceso de muerte. Esto no quiere decir que tengamos que buscar el conflicto para que nuestro matrimonio “reviva”. Solamente tenemos que ser conscientes de que somos humanos falibles y en algún momento va a surgir el conflicto. Y cuando el conflicto surja, podremos tomarlo como oportunidad para aprender más y para ser más caritativos como pareja.

6. Para un matrimonio fructífero se necesita de tres: Dios, tú y yo.

¿Dije ya que el matrimonio era un sacramento? ¡Y los sacramentos son signos eficaces de la gracia! Se debe renovar todos los días, pero no sólo ante nuestro cónyuge. Se debe renovar la promesa ante Dios para que su gracia actúe. Y ¿cómo renovamos la promesa? Haciendo cada una de las cosas mencionadas: reconociendo que es para siempre, pensando primero en nuestro cónyuge, poniéndonos en lugar del otro para comunicarnos, sirviéndonos mutuamente y teniendo presente que todo conflicto es una oportunidad de Dios para nuestra santificación personal. Todo eso es posible sólo si Dios es un invitado frecuente en nuestro matrimonio. Rezando juntos y con los hijos, participando de la Santa Misa y acogiéndonos al perdón de Dios cuando las cosas no fueron conforme a su plan para nuestra vida.

7. Los hijos son un regalo y una encomienda de Dios.

¡Vaya si lo sabremos! Nuestra primera hija murió al día siguiente de nacer. “El Señor me la dio, el Señor me la quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1,21). Pero una cosa es decirlo y otra cosa es vivirlo. Nuestra misión en la vida es que nuestros hijos sean santos, ni más ni menos. Ésa es nuestra misión como padres y con nuestra primera hija, cumplimos. Luego llegaron los consuelos de Tomás, Matías y Francisco, que deberán hacer el “camino largo”. Nuestro único asidero a la cordura luego del fallecimiento de Cecilia fue saber que ella ya era santa y feliz, infinitamente más feliz que lo que nosotros hubiésemos podido hacerla en cualquier circunstancia. ¿Y qué pasa con los matrimonios que no reciben ese regalo? ¡Pueden recibir la encomienda!… ya sea para santificar a los hijos de otros mediante la adopción, o siendo un matrimonio lleno de frutos, ayudando a los demás.

8. Un buen matrimonio es la unión de dos buenos perdonadores.

Aquel que no perdona en el matrimonio es como aquel que toma veneno y espera que el otro se muera. ¿Verdad que no tiene mucho sentido? Para pedir perdón tenemos que ser muy humildes, y para perdonar tenemos que ser misericordiosos. “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Y esto es profundamente cierto en el matrimonio. “Perdónanos, como nosotros perdonamos”. ¡No podemos pedir perdón a Dios si no estamos dispuestos a perdonar a nuestro cónyuge! Cuando nos perdonamos y expresamos ese perdón mediante la reconciliación también estamos enseñando a nuestros hijos a ser humildes y misericordiosos.

9. El matrimonio ofrece la posibilidad de máxima realización personal.

No se dice mucho esto. Pero la realidad es que el matrimonio es ¡sensacional! “Dios nos crea a imagen y semejanza suya, varón y mujer nos crea” (Gn 1,27). Y es lógico que en nuestra naturaleza busquemos nuestro complemento. “Tú me completas” es un piropo muy frecuente, porque es una verdad intuida. En el matrimonio podemos encontrar esa sensación de plenitud personal de que todo lo nuestro está en plena armonía. Todo esto enmarcado en una gran verdad: para ser plenos hay que entregarse, y para entregarse hay que poseerse, hay que ser dueño de uno mismo, y eso no es una cosa que se compre en los mercados, exige una madurez y un equilibrio que cuesta mucho tiempo y oración conseguir.

 

 

 

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