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París, en un bello bucle

Cada vez que viajo a París experimento un déjà vu forzado porque, en lugar de lanzarme a descubrir nuevos rincones, todo lo que ya he visto me parece tan maravilloso que siento la necesidad de verlo de nuevo. Por eso, mis visitas a París nunca se separan del tópico, y esos tópicos, que bien valen una o dos misas, son los que hoy comparto: la orilla derecha de un París superficial. De la mañana a la noche. A pie. Con visiones de la otra orilla. Hologramas. La confusión entre recordar y ver.

Me gusta arrancar en L’Etoile, contemplar el Arco de Triunfo para deslizarme por los Campos Elíseos hasta el Petit Palais y el Grand Palais. La bajada por los Campos Elíseosse detiene en la terraza del Deauville, donde los camareros, disfrazados de marineritos, cobran 13 euros por una cerveza. No me emborracharé en este París de postal. Es económicamente inviable. A la puerta de Ladurée, repostería mítica por la fabricación de coloridos macarons dobles, sindicalistas de la CGT tocan sus pitos y me piden una firma. Me excuso, no sé francés, ríen. Me gustaría disfrutar de las exposiciones de los palais,pero no tengo tiempo y me limito a seguir con la mirada las arquivoltas de la puerta del Petit Palais, su hipnótica elegancia, sus toques dorados. Me encantan los frontones polícromos del Grand Palais, la cubierta de vidrio, las estatuas que adornan sus alturas. El Grand Palais visto desde el otro lado del Sena parece un invernadero gigante, una sobredimensionada burbuja de cristal.

Siempre miro de lejos Los Inválidos y me hago una foto en el puente de Alejandro apoyada en una de esas mujeres metálicas que portan antorchas y coronas de oro. Al fondo, en la orilla izquierda, se divisa la Torre Eiffel. Imagino su entorno: el barrio de las embajadas, la plaza de Marlene Dietrich y la de Estados Unidos (donde una placa conmemora la estancia en París de Edith Wharton), el Trocadero, el Sena surcado por los Bateaux Mouches, las mastodónticas y a la vez delicadísimas patas de filigrana metálica de la torre, los precios imposibles del restaurante Julio Verne, el superpoblado Campo de Marte. Interrumpo la evocación y regreso a la margen derecha para caminar hasta la Concordia y admirar el Obelisco, las Tullerías, la Orangerie y el Jeu de Paume,que antiguamente albergaba la colección impresionista que hoy puede visitarse en el Musée d’Orsay. Corro el riesgo mortal de cruzar la plaza sin que un coche me atropelle.

Después, todo es ir saliendo y entrando de los acontecimientos que ofrece la orilla derecha: el restaurante Maxim’s y, a su lado, el Minim’s; la mole neoclásica de la Madeleine; la plaza Vendôme y la Rue de la Paix, donde nunca me compraré un collar. Fotografío la fachada de Cartier. En la foto se cuela un veloz Ferrari rojo. Camino por Saint-Honoré, revisito el bellísimo edificio de laÓpera, cruzo hacia el Louvre y vuelvo a corroborar lo bien que le queda la pirámide acristalada. Luego, en una brasserie, como el menú: tajine de pollo. De sobremesa, rebusco por la orilla derecha y reconozco un local de nombre surrealista, Au Chien Qui Fume (el perro que fuma). Les Halles está en obras: las cubiertas metálicas no me dejan ver el edificio de la Bolsa y me emborronan la vista de Saint-Eustache, pero doy con la prostibularia calle Saint-Denis y llego a la plaza del Centro Pompidou con su fachada enloquecida e industrial. Siempre me hace gracia la fuente Stravinsky. Sus 16 esculturas-artefactos de colores.

Fachadas movedizas

Sigo por la Rue de Rivoli hasta que se convierte en Saint-Antoine y entro en el Marais,barrio judío, calles más estrechas y fachadas movedizas, irregulares, como si fueran un reflejo. Me sigue pareciendo hermoso L’Hôtel de Sully y, sobre todas las cosas, los Vosgos, la plaza más antigua, con su acceso casi secreto, su jardín central y sus mansardas, la sombra de sus arcadas y el color rojo del ladrillo. Alcanzo la Bastillapadeciendo un agudo síndrome de Stendhal que me diluye los redondeados contornos del moderno edificio de la Ópera y la ribera del Sena, jalonada de puestos de libros. En laÎleme quedo sentada frente a Notre Dame. He abandonado la orilla derecha.

No callejearé por Montmartre hasta llegar a la plaza de la que parte la escalinata hacia el merengue del Sacré Coeur. También siento nostalgia de la rive gauche: la librería Shakespeare and Company; la entrada al barrio latino por la Rue de la Huchette; Saint-André des Arts y el callejón del café Odeón; Saint-Germain, el Flore y Les Deux Magots; el bulevar Saint-Michelle; la Soborna y la estatua positivista de Auguste Comte; el Panteón; los jardines de Luxemburgo y la Fuente Médici… Sobre el bulevar de Montparnasse se encuentra La Closerie des Lilas, donde bebió Lenin y Fitzgerald le entregó el manuscrito de El Gran Gatsby a Hemingway; La Coupole, ese magnífico espacio art décodonde aún resuenan las voces de Picasso, Sartre, Simenon o Jane Birkin; La Rotonde y, por fin, la torre negra de Montparnasse, que se ve desde casi todas partes. Como la Torre Eiffel, que aparece y desaparece al bajar por una cuesta o al viajar por una línea de metro de las que no han sido enterradas.

No pasaré a la orilla izquierda. Pero esta noche caminaré por los Grandes Bulevares y buscaré esa pequeña calle, la Rue d’Uzès, las armónicas fachadas de edificios industriales que hoy son la sede de galerías y agencias de publicidad. Luego, en el bulevar de la Poissonnière, cenaré en una terraza y me quedaré absorta ante las líneas geométricas y las luces del teatro Rex.

Marta Sanz es autora de la novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama).

Fuente: http://elviajero.elpais.com/elviajero/2015/08/27/actualidad/1440671364_957333.html

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