InicioDesarrolloEspiritualidad¿No debe cambiar nada en la Iglesia?

¿No debe cambiar nada en la Iglesia?

Una tarea vital de la Iglesia es la de acompañar a las personas, a la humanidad doliente. Este es un mandato inevitable, que exige sin embargo responder a dos cuestiones: acompañar adónde y por qué. Si no se hace así, se puede incurrir, sobre todo en la sociedad opulenta, en una colaboración pasiva con las causas que hacen daño a las personas, las causas que la apartan de Dios, y con las estructuras de pecado. Al igual que la solidaridad, la caridad cristiana, cuando alcanza una gran dimensión, como sucede afortunadamente con nuestras Cáritas, tiene el riesgo de actuar como válvula de seguridad de la injusticia social, sino de ilustrar sobre ella, también en una sociedad marcada por las adiciones al dinero, a la evasión, al sexo, y por la alienación en una sociedad desvinculada, se incurre en la posibilidad de convertir a la Iglesia en un hospital de campaña que cura heridos para ser devueltos al frente, donde volverán a ser dañados, incluso muertos. Y esta no es la tarea de la Iglesia.

La Iglesia está para acompañar al ser humano, para su encuentro, su experiencia de Dios, y lo hace así porque esa es la Buena Nueva a proclamar, la de que en Dios todo lo humano se realiza. La Iglesia no es una agencia humanitaria, aunque vive profundamente en la humanidad del hombre, pero para ayudar a que la trascienda. Si no obra de esta manera corre el riego, ya evidente, de ser una Iglesia sin signo, sin identidad.

Ciertamente, la Iglesia ha de vivir en el tiempo presente, pero no para depender de él, sino para transitar por él con la mirada en la cruz de Jesucristo, como señala Baltasar. Si no fuera así, si los cambios del mundo marcaran los cambios en la Iglesia, esta se disolvería en la nimiedad, en la temporalidad de la historia.

Entonces, ¿no debe cambiar nada? Claro que sí debe hacerlo, pero desde la perspectiva de Jesucristo, la Tradición y el Magisterio. Las tradiciones son dinámicas, MacIntyre escribe con acierto que una transformación surge de dos impulsos, en relación a otras tradiciones rivales (y esto te obliga a preguntarte cuáles son las más decisivas ahora y aquí), y también por la corriente interna que busca la mejor adecuación. Pero, en ambos casos, la cuestión fundamental es que no desaparezcan los acuerdos fundamentales que la caracterizan y le dan sentido, y esto nos obliga a preguntar cuáles son estos acuerdos en el caso católico. Y nuestro acuerdo fundamental se sitúa en el eje de la persona de Jesucristo tal y como se manifiesta en los evangelios, y el conjunto del Nuevo Testamento, en el marco de la tradición e interpretación de la propia Iglesia. Porque lo que identifica a las cuestiones fundamentales es que son indemnes al tiempo. Dios, el juicio personal, la recompensa y el castigo, lo que nos es mandado, y sobre lo que somos advertidos, no cambia. Esta es la causa profunda de por qué no adoramos al César, no fuimos gnósticos, ni arrianos, a pesar que eran opciones atractivas, porque no aceptamos la libre interpretación de la Biblia, porque profesamos el perdón de los pecados que necesita del arrepentimiento, porque seguimos la primacía de Pedro y la continuidad apostólica, porque afirmamos la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, la Comunión de los Santos, la Nueva Alianza y el Pueblo de Dios, la resurrección y vida eterna. Porque afirmamos que el mundo ha sido creado por Dios persona y Trinidad.

Esta última cuestión sirve para ilustrar lo dicho sobre la tradición: sin Creación no hay Dios, y esto ya da lugar a toda una teología y una interpretación de la historia, pero esto no significa dificultad para aceptar la evolución, que es un signo de nuestro tiempo, ni el Bing Bang, ni a adecuar la idea de Cielo e Infierno a los conocimientos actuales, afirmando que no es un lugar ni un momento, porque el espacio y el tiempo, dimensiones relativas de nuestro Universo, dejan de existir en la otra vida.

Acompañar y curar al herido para hacerle partícipe de la Buena Nueva, todo lo que no sea esto destruye a la Iglesia porque la deja sin identidad e impide sentirse miembro de su comunión unido por un vínculo fuerte.

Fuente: http://es.catholic.net/op/articulos/59553%20/

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