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Así nació la revolución de Guatemala

La revolución nació cuando Lucía Mendizábal, de 53 años, dueña de una empresa de bienes raíces en Ciudad de Guatemala, llegó a su casa y se tumbó agotada en la cama. Eran las 20.45 del pasado 16 de abril. La mujer encendió el televisor y el informativo la enojó algo más de lo normal. Se había destapado una trama de fraude aduanero que dirigía el secretario privado de la vicepresidenta, Juan Carlos Monzón, más conocido como El Robacarros por sus antecedentes como ladrón de coches. Asqueada, Mendizábal, una profesional que jamás ha militado en ningún partido, colgó esa misma noche un mensaje en Facebook para sus amigos: “A ver si esta vez hacemos algo”. Sin saberlo, acababa que de ponerse en marcha la asombrosa maquinaria que en pocos meses desataría la mayor ola de indignación ciudadana vivida en Guatemala. Una marea de descontento, pacífica y viral, que derribaría de la presidencia al general Otto Pérez Molina y abriría una puerta a la esperanza en Centroamérica.
A la mañana siguiente, Mendizábal se encontró media docena de respuestas. Una hizo diana. Tan solo preguntaba cuándo y a qué hora daban el paso. Casada y con dos hijas, tomó entonces la decisión de su vida: convocar una manifestación. Con ayuda de siete amigos puso en marcha la iniciativa. Ese mismo domingo se reunieron en torno a un pastel de moras. Eran clase media urbana, de 24 a 55 años. Entre ellos había un diseñador, una galerista, un estudiante de derecho… Juntos escribieron el primer comunicado.

Se definían como un grupo de ciudadanos indignados, defensores de la legalidad, sin afiliación política y disconformes con la corrupción. No recogían firmas y repudiaban la violencia. Tan solo convocaban a una concentración en el Parque de la Constitución para pedir la dimisión de la vicepresidenta y la retirada de la inmunidad presidencial. Su lema era #RenunciaYa; su instrumento, las redes sociales.

La llamada tocó el nervio de Guatemala. El hartazgo ante la corrupción y los largos años de plomo y saqueo detonaron las adhesiones. Surgido de la nada, el movimiento recabó en pocos días 35.000 seguidores en Facebook. Los medios se fijaron en ellos. Las redes ardían con su convocatoria. Se convirtieron en el tema central de conversación. Los políticos no comprendían qué estaba pasando. Algo inédito empezaba a reverberar.

El primer acto de protesta superó cualquier expectativa. A las 15.00 del sábado 25 de abril, decenas de miles de personas hicieron sonar sartenes, ollas y pitidos en el parque. “Después recogieron con sus propias bolsas los desperdicios para dejarlo todo limpio”, recuerda Mendizábal, que por primera vez habla con su nombre y apellido. En un territorio con un 60% de la población en la pobreza y una tasa de homicidios 50 veces superior a la española, había nacido la esperanza. “Dieron al país una alegría que ya no existía”, recuerda la comisionada de la ONU en Guatemala, Valerie Julliand.

El primer golpe fue devastador para el Gobierno. Una sociedad civil inexistente hasta entonces, había despertado. La vicepresidenta dimitió y, en plena euforia, el grupo de amigos decidió seguir adelante. No estaban solos. Universitarios, campesinos, empresarios, asociaciones cívicas se sumaron a los sábados de protesta. La onda expansiva parecía no tener fin. “Al verles, volví a creer y me sumé. Daba igual la ideología o la edad, solo importaba que había un futuro para Guatemala”, cuenta Iduvina Hernández, de 60 años, una activista que en los setenta sufrió en sus carnes la represión militar.

Alérgicos a dar sus nombres, el grupo original, tras una reorganización interna, pasó a pedir la renuncia del presidente y creo un nuevo lema: #JusticiaYa. Para evitar cualquier tentación de liderazgo, en sus actos no había escenarios. Eran transversales y hacían gala de pluralidad. “Nos han querido encuadrar como post-indignados 15-M. Pero cada país tiene sus características. Aquí fue la corrupción, en España la crisis. Nosotros hemos tratado de ser lo más abiertos posibles, que nuestras demandas no vengan predeterminadas por la ideología”, explica Álvaro Montenegro, de 27 años, ecologista, estudiante de Derecho y organizador de primera hora. “Descubrimos que la gente común puede tomar la iniciativa y hacer valer sus derechos, basta con ser transparente y honesto”, resume Mendizábal.
En su avance, la primavera del descontento contó con un aliado incorruptible: la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), una fiscalía especial, amparada por la ONU. Bajo el mando del implacable Iván Velásquez, el juez cuyas investigaciones llevaron a prisión en Colombia a medio centenar de congresistas, este organismo se adentró en las entrañas del escándalo aduanero, hasta que el 21 de agosto pasado acusó al presidente Pérez Molina de ser el verdadero líder de la trama. Cohecho, fraude, asociación ilícita. Fue la puntilla. Al día siguiente, una inmensa multitud clamó por su renuncia en el parque de la Constitución. La sacudida tuvo réplicas en todo el país. La ola de indignación dejó claro con quién estaba la ciudadanía. El general se había quedado sin defensas. Sus aliados le dieron la espalda. El miércoles fue desaforado. Al día siguiente, la fiscalía pidió su captura y poco después el juez ordenó su encarcelamiento. Guatemala había derribado a su presidente. El mensaje colgado en Facebook por Lucía Mendizábal aquella noche del 16 de abril había encontrado respuesta.

Fuente: http://internacional.elpais.com/internacional/2015/09/05/actualidad/1441477201_376766.html

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