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EL PODER ¿Cambia a las personas?

En mi opinión, las personas no cambian y todo depende de quién detente el poder. Sin embargo, se dice que fue Lord Acton quien en el siglo XIX sentenció: “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Y hace apenas unos meses, Pilar Quijada aseveró en su artículo (El lado oscuro del cerebro), publicado en Blogs ABC: “Todos tenemos dentro un dictador en potencia capaz de llevar a cabo los actos más crueles, sobre todo si encontramos un ‘diablo’ que nos exima de responsabilidades, y más si el poder está de por medio”.

Quiero seguir creyendo en el poder como servicio –como lo define el Papa Francisco: “La inclinación ante la necesidad del otro”–, aun cuando los hechos parecen demostrar otra cosa. Y es que si Quijada se expresa de manera tan contundente, lo hace con base en los resultados de distintos estudios realizados por “psicólogos interesados en saber cómo influye el poder en quien lo ejerce y cómo reaccionan sus subordinados ante determinadas órdenes”.

Cuenta Quijada que en la Universidad de Yale, “Stanley Milgram probó la obediencia ‘ciega’ a una autoridad, ante órdenes contrarias a la conciencia personal”.  Reclutó voluntarios que debían administrar descargas eléctricas a un supuesto alumno que tenía que memorizar un listado. Cada vez que el aprendiz se equivocara, recibiría una descarga eléctrica cuya intensidad sería incrementada con cada error. En apariencia se trataba de ‘ayudarle’ a memorizar al alumno. De hecho, el objetivo consistía en estudiar la reacción de los ‘verdugos’.

El ‘alumno’ era alguien que ayudaba a realizar el experimento simulando dolor con cada supuesta descarga que, en realidad, no recibía.

Lo importante fue que el 65% de los voluntarios que aplicaban las supuestas descargas, aunque se sentían incómodos ante el dolor que mostraba el aprendiz, sí fueron capaces de darle el máximo castigo.

Al llegar a 75 voltios, casi todos se ponían nerviosos ante los gritos del ‘alumno’, pero ninguno se negó rotundamente antes de alcanzar el máximo voltaje, ni cuando el alumno dejaba de dar señales de vida. Algunos seguían adelante con los castigos, pero declinaban cualquier responsabilidad.

Los resultados sorprendieron al propio Milgram, que suponía que sólo un 10% aplicaría el voltaje máximo y no pensó que ninguno llegaría a un comportamiento tan cruel: “Monté un simple experimento para probar cuánto dolor infligiría un ciudadano corriente a otra persona, simplemente porque se le pide durante un experimento científico. La férrea autoridad se impuso a los fuertes imperativos morales de los participantes. La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad, constituye el principal descubrimiento del estudio.”

En un intento por comprender el comportamiento extremadamente cruel de los voluntarios, se interpretó que “se veían a sí mismos como representantes de una autoridad legítima y que la estructura jerárquica favorecía que se descargara la responsabilidad en la persona con el rango superior o el poder. “

De ahí, Quijada plantea la siguiente pregunta: “¿Seríamos capaces de no acatar de la autoridad una orden que consideramos injusta, o llegaríamos a los extremos del experimento de Milgram?”

La Ola (Dennins Gansel, 2008)

Otro caso referido por Pilar Quijada es el que dio lugar a una película alemana titulada La Ola, que se remonta al otoño de 1967. El hecho ocurrió porque Ron Jones, profesor de Historia de un instituto de Palo Alto, California –Cubberley High School–, quiso encontrar la respuesta a la pregunta de uno de sus alumnos: “¿Cómo es posible que el pueblo alemán permitiera que el partido nazi exterminara a millones de judíos?“

Jones decidió hacer un experimento con sus alumnos: instituyó un régimen de extrema disciplina en su clase, pero ante su sorpresa, los alumnos se entusiasmaron tanto que empezaron a espiarse y a acosarse unos a otros, debiendo interrumpir a los pocos días el proyecto con el que pretendía demostrar la dimensión real y los peligros de la autocracia.

La cárcel de Stanford

El tercer experimento que prueba la crueldad a la que las personas podemos llegar, es el de la cárcel de Stanford (1971), dirigido por el psicólogo social Philip Zimbardo.

Reclutaron a universitarios de clase media para simular una prisión. Los voluntarios recibían una paga que hoy equivaldría a unos 70 euros diarios. Los reclutados fueron asignados mediante el lanzamiento de una moneda para que la mitad interpretara el papel de carceleros y la otra mitad el de prisioneros.

La prisión fue instalada en el sótano del departamento de Psicología de la Universidad de Stanford, acondicionado como cárcel ficticia. Una vez más, el experimento tuvo que ser interrumpido porque se les fue de las manos debido a la crueldad mostrada por reclusos y carceleros.

 Hoy, ¿no sucedería?

Podría pensarse que los tiempos han cambiado y que sucesos como los referidos son parte del pasado, pero no es así. Basta con evocar los hechos que conforman las noticias de cada día.

El experimento de Milgram fue repetido en 2009 y los resultados fueron los mismos. Zimbardo ha seguido investigando sobre el tema y en 2010 afirmó: “Nuestros hallazgos reflejan lo mismo que los de Milgram en cuanto al nivel de obediencia obtenido para condiciones comparables. A pesar de los muchos cambios culturales que se han producido en estas décadas en la sociedad occidental, las tasas de obediencia han permanecido comparables y predecibles”.

Para concluir, comparto tres frases que reflejan lo que el poder ha representado a través del tiempo:

 

“Si queréis conocer a un hombre, revestidle de poder”.

– Pitaco de Mitilene (650 AC)

 

“La prueba suprema de virtud consiste en poseer un poder ilimitado sin abusar de él”.

 – Thomas Macaulay (1800-1859)

 

“El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado o estalla”.

 Enrique Tierno Galván (1918-1986)

 

Fuente: abcblogs.abc.es

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