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Breve recuerdo de Álvaro Mutis

Un 25 de agosto de 1923, nace en Bogotá, Colombia, el escritor y poeta Álvaro Mutis.

El primer poemario que publicó Álvaro Mutis apenas duró un día en las librerías de Bogotá antes de quedar hecho cenizas. Todo porque apareció la víspera del día en que el 9 de abril de 1948 asesinaran al candidato a la presidencia Jorge Eliécer Gaitán, lo que desató el caos en todo el país.

Solía decir que todo cuanto había escrito estaba destinado a celebrar y perpetuar a Coello, un punto de la geografía colombiana donde se encontraba la finca cafetera de su familia, en la que pasó los días felices de su infancia. Ubicada en el piedemonte de la cordillera central, en los Andes colombianos, de este lugar de tierra caliente emana el paisaje y la substancia misma de su literatura.

Hasta después de los 60 años Mutis estuvo dedicado a «oficios tiránicos» como los llamó García Márquez. Cuando se jubiló fue como si saliera de la cárcel y liberó su prosa: ocho novelas en 10 años. Su poesía la había escrito despacio y casi siempre en aeropuertos, mientras le daba la vuelta al mundo. Ganó los premios más importantes de nuestra lengua concedidos por jurados que se deslumbraron por su prosa majestuosa y por las aventuras de Maqroll. Aunque él sostenía que toda obra está condenada al olvido, quizá el destino será que dentro de un siglo se leerán más sus versos que su narrativa. Para muchos su mejor obra es el Diario de Lecumberri, donde cuenta su experiencia de más de un año en la cárcel, es su libro más intenso, auténtico y conmovedor.

Una palabra: 
por Álvaro Mutis

Cuando de repente en mitad de la vida llega una palabra jamás antes pronunciada,

una densa marea nos recoge en sus brazos y comienza el largo viaje entre la magia recién iniciada,

que se levanta como un grito inmenso hangar abandonado donde el musgo cobija las paredes,

entre el óxido de olvidadas criaturas que habitan un mundo en ruinas, una palabra basta,

una palabra y se inicia la danza pausada que nos lleva por entre un espeso polvo de ciudades,

hasta los vitrales de una oscura casa de salud, a patios donde florece el hollín y anidan densas sombras,

húmedas sombras, que dan vida a cansadas mujeres.

Ninguna verdad reside en estos rincones y, sin embargo, allí sorprende el mudo pavor

que llena la vida con su aliento de vinagre-rancio vinagre que corre por la mojada despensa de una humilde casa de placer.

Y tampoco es esto todo.

Hay también las conquistas de calurosas regiones donde los insectos vigilan la copulación de los guardianes del sembrado que pierden la voz entre los cañaduzales sin límite surcados por rápidas acequias y opacos reptiles de blanca y rica piel.

¡Oh el desvelo de los vigilantes que golpean sin descanso sonoras latas de petróleo

para espantar los acuciosos insectos que envía la noche como una promesa de vigilia!

Camino del mar pronto se olvidan estas cosas.

Y si una mujer espera con sus blancos y espesos muslos abiertos como las ramas de un florido písamo centenario,

entonces el poema llega a su fin, no tiene ya sentido su monótono treno

de fuente turbia y siempre renovada por el cansado cuerpo de viciosos gimnastas.

Sólo una palabra.

Una palabra y se inicia la danza

de una fértil miseria.

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