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SUPERVIVIENTES

Este año que termina nos trajeron a la vuelta y media los temblores. Y a quienes aún no logramos superar el miedo que nos heredó el sismo del 85 se nos ponen los pelos de punta cuando nos mueven el tapete. Pues bien, estaba yo en pleno episodio psicótico durante el último vaivén, cuando sin pensarlo salió de mi boca un grito: “¡Mamaaaaaaaá….!” En ese instante, mi mente se olvidó del sismo y se concentró en lo que acababa de decir: ¿Mamá? ¿Cómo se me ocurre invocar a mi madre a mis 50 años cuando siento miedo? ¡Qué patético!
Es algo a lo que le he venido dando vueltas y vueltas en la cabeza desde entonces y no me deja de sorprender.

Es claro que la figura materna representa para un hijo, más allá de la edad que este tenga, un resquicio de seguridad, de paz y de consuelo. En los brazos de su madre se siente el bebé protegido, seguro y querido. Supermá es infalible, invencible e imperdible en la infancia. Hasta los adolescentes en franca rebeldía y los jóvenes adultos sobrados de soberbia saben que mamá está ahí cuando la necesitan, aunque crean que no la necesitan. Y en el trascurso de la vida, cuando surgen problemas amorosos, familiares, económicos, de salud o de cualquier índole, ahí está mamá.

Y no porque las madres seamos perfectas. Al recordar la infancia de mis hijas tengo que reconocer que las pobrecitas son unas auténticas SUPERVIVIENTES de su madre.
Al principio por exceso de cuidados y después por exceso de confianza. Recuerdo que cuando nació mi primera hija lo único que deseaba era que se durmiera de una santa vez para poder descansar al menos un rato. Conectaba el interfón junto a su cuna y me salía del cuarto, pero permanecía pendiente de cada suspiro, llanto y sonido que emitiera. Y cuando al fin se hacía el silencio, en vez de relajarme corría a ver si estaba viva; pegaba mi cara a su pecho para escuchar los latidos de su corazón o colocaba un espejito frente a su nariz para constatar que respirara; y si eso no era lo suficientemente convincente, ¡la despertaba! Por el contrario, cuando nació mi segunda hija mi marido me preguntaba: “¿No te parece que lleva mucho rato dormida la bebé?”. Yo le contestaba: “No seas neurótico, dieciocho horas no son nada…”

Cuando cumplió un año mi primogénita decoré la casa entera con globos y serpentinas e invité a toda la familia. No había apagado las velitas del pastel cuando la niña se dio un golpe en la cabeza y antes de que apareciera el típico chichón en su frente, ya estaba en el consultorio del pediatra. Con la segunda… bueno, le he prometido que si tengo tiempo le organizaré una fiesta para celebrar sus 23. Para colmo, salió afecta a las contingencias.
En una ocasión me llamaron del colegio para que la recogiera, pues se había lastimado un dedo jugando basquetbol. “¿Está segura de que es grave? –le pregunté a la maestra –, ¿no podrá esperar a la hora de la salida?”. Cuando llegué por ella a media mañana, le dije: “A ver, mueve el dedo…
Si lo mueves es que no está roto y me puedes acompañar a desayunar con mis amigas… ¿Lo ves? Sí puedes moverlo… no llores que no es para tanto.” Durante el desayuno, el dedo se fue transformando en una manopla de béisbol color ciruela, de modo que no me quedó otro remedio que llevarla por la tarde al doctor. Diagnóstico: ¡Fracturado! “Para la próxima –la sentencié–, me haces el favor de no meter las manos cuando veas venir la pelota.” Después de dieciséis fracturas, esguinces, fisuras, conmociones, torceduras… y con una colección de férulas, muletas, cuellos y corsés en el armario, ¿qué podía pedirle?: “Por lo menos aprende a caer, como los gatos. Y si no, cuida la cara… Portera no, por favor, ¡portera no!… mejor árbitro».

Cuando la primera tenía dos años, llegué un día al consultorio del pediatra aterrorizada: “Doctor, ¡mi hija tiene una cana!”. Acababa de ver en la televisión un reportaje sobre la progeria, esa rara enfermedad que convierte a los niños en ancianos. El doctor no paraba de reír, pero me cobró la consulta. A la segunda no estoy segura de que le hayan aplicado todas las vacunas, la verdad es que perdí su cartilla de vacunación. Y qué decir de las fotos y los videos: de la grande están documentadas sus primeras «palabras», sus primeros pasos, su primer dibujo, su primer baile. La segunda… creo que nació sabiendo hacer todo eso.

Nuestras madres no serían tan superpoderosas como creíamos de pequeños, y cuando nos toca vivir la experiencia, irremediablemente nos enteramos de que se aprende a criar a los hijos a base de prueba y error. Aun así, y volviendo a la cuestión inicial, nuestro subconsciente nos sorprende invocándolas cuando sentimos ese tipo de miedo que se nos va de las manos. Quizá la razón sea que en el fondo sabemos que el corazón de mamá siempre estará ahí para acogernos, protegernos, ayudarnos, apoyarnos y amarnos incondicionalmente. Y eso es algo que nos hace sentir seguros.

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