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Paternidad interrumpida

El Prisionero 1

El pasado mes de enero viajé a
una prisión de máxima seguridad
en Florida y pasé un día con EJ y
otros 60 internos que han seguido
el Programa de Recuperación
del Aborto Rachel´s Vineyard,
patrocinado por la Diócesis de Palm
Beach. El prisionero EJ me pidió
que compartiera su historia con
ustedes.”

Kevin Burke

Testimonio del prisionero EJ:

 Ingresé en la universidad a los 17 años y encontré un trabajo en una tienda de artículos deportivos para pagar mi colegiatura. Fui un atleta exitoso en la preparatoria y mostraba la arrogancia característica de los atletas adolescentes populares. Conocí a Jessica cuando en una ocasión fue a la tienda donde yo trabajaba y caímos en una relación sexual casual.

Mi madre es una católica devota y mi padre era un católico converso. Aunque conocía la diferencia entre el bien y el mal, mi no tan devoto padre se encargaba de enturbiar las aguas morales para mí. En el contexto de un partido de basquetbol, por ejemplo, me dijo que una falta no era falta a menos que el árbitro sonara el silbato.

Tristemente, lo que yo entendí es que algo no está mal a menos que te cachen. La fe religiosa y la espiritualidad se reservaban para la mañana del domingo, y de ahí al resto de la semana, yo vivía según los subjetivos estándares morales establecidos por el mundo secular.

A pesar de que evitaba el abuso de las drogas y el alcohol, no tuve problema para desarrollar otras adicciones, como murmurar, maldecir, guardar rencor, albergar sentimientos de venganza y correr detrás de las faldas.

Este comportamiento me llevó a desarrollar un sistema de prioridades muy egocéntrico que erosionó mi habilidad para amar a mi prójimo. Pasaba como un caballero civilizado hasta que me parecía oportuno comportarme de otra forma. Esto causó una fisura en mi personalidad.

Estaba sentado en casa un fin de semana cuando recibí una llamada telefónica. Era Jessica; me dijo que estaba embarazada. En ese instante, el pensamiento de que el aborto estaba mal cruzó por mi mente. Aparentemente, mi conciencia no estaba del todo muerta. Le dije que podíamos hacernos cargo del niño, pero contestó que no quería seguir con el embarazo y que necesitaba cuatrocientos dólares para hacerse un aborto. Yo pretendí continuar la discusión, pero su novio tomó el teléfono. Es difícil poner en palabras la rabia que experimenté cuando escuché su voz en el auricular. Lo sentí como una emboscada. Les respondí que no tenía el dinero. Como siguieron presionándome, contra- ataqué y les dije que no era mi problema sino el de ellos. Luego la increpé a ella: “Tú sabías en lo que te metías. No sé ni por qué está él metiendo sus narices.”

Más tarde, como lo que me quedaba de conciencia me reprochaba que la dejara continuar con sus planes de abortar, me justifiqué ante mí mismo diciéndome que yo no tenía nada que ver en el asunto.

Luego del aborto, el enojo se convirtió en mi constante compañía. Intenté seguir con mis estudios, pero no tardé mucho en botarlos. Pensamientos violentos vivían en mi mente día y noche. Tomé riesgos innecesarios, como correr autos y ensartarme en peleas.

El peligro y los riesgos se convirtieron para mí en sinónimos de pasar un buen rato. La adrenalina y la cafeína, en mi pan y agua. Todavía asistía a la iglesia los domingos porque eso se esperaba de mí en casa, y no obstante mi cáotico estilo de vida, aun pensaba que era importante vivir una porción de mi existencia de acuerdo con las normas sociales.

La división de mi persona se hizo más ancha. Durante el día era uno, con ciertas amistades, y por la noche era otro, con unas compañías muy distintas.

Mis planes académicos –completar mis estudios en Medicina y obtener un grado en Psiquiatría– al fin se colapsaron bajo el estrés de mi doble vida. Las metas a largo plazo se volvieron obsoletas y vivía al día. Mis relaciones interpersonales comenzaron a verse afectadas.

Uno de los hombres con los que pasaba el tiempo durante mis disparatadas escapadas me propuso una nueva idea salvaje; el plan era criminal en extremo.

Finalmente, el fruto de la participación pasiva en el asesinato de mi hijo maduró en mi interior. Participé en el asalto y asesinato de un hombre; incidente en el que otro salió herido y una joven mujer casi pierde la vida. No pasó mucho tiempo antes de que la policía me aprehendiera.

Mientras estaba detenido ocurrió un momento lleno de gracia. Me di cuenta de que había tocado fondo. El remordimiento por mis crímenes y pecados no me abrumó, pero reconocí lo enfermizo que era mi comportamiento. Cuando fui trasladado a la prisión, continué analizando el extraño quebranto en mi vida y el abismo que existía entre mis estilos de vida.

Esto y la gracia de Dios me llevaron de vuelta a mi Iglesia y comencé a reconocer la forma en la que mis acciones pecaminosas habían creado esta personalidad dividida. Al recorrer con Jesús mis memorias y acciones pasadas, comencé a entender el remordimiento, la culpa y la saludable vergüenza que sentía. No obstante, sin importar cuánto rezara, cuánto ayunara ni cuántos sacrificios hiciera, padecía los demonios internos de la duda y el orgullo.

Al cabo del tiempo, el Espíritu Santo trajo a mi memoria la llamada telefónica de Jessica. Me sentí abrumado con la sensación de que esa herida era la fuente de mi sufrimiento y mi lucha. Le pedí a Dios que me perdonara por el pecado cometido contra Él, contra mi hijo, contra Jessica y contra mí mismo. Aun luchaba para superarlo.

En sus servicios semanales, la iglesia Chaplain encuestó a cien internos para saber cuántos habían vivido la experiencia de un aborto. Fue una sorpresa encontrar que el 90% de los hombres que me rodeaban en la cárcel habían estado involucrados en la decision de abortar. La diócesis anunció que el programa Rachel’s Vineyard vendría a la institución para ayudarnos a sanar la herida provocada por el aborto en nosotros.

Este seminario fue la respuesta a mis más profundas oraciones. Me mostró cómo mi autoimagen y mis creencias básicas habían sido torcidas por el aborto, por mis justificaciones y mi negación. Llegué a reconocer que la necesidad de sobresalir, mi obsesión por los detalles, mi propensión a la ira y a la violencia, e incluso mi ansia por la excitación de la adrenalina, tenían su raíz en mi equivocada idea de la masculinidad.

Mi consentimiento al aborto de mi bebé fue una violación de mi propósito natural de proteger y proveer a mis hijos. Cuando esto ocurrió, la división de mi personalidad fue un mecanismo de defensa que me permitió ejercer la negación, de modo que no tuviera que sentir el dolor de mi decisión.

Esta negación me estaba forzando a sobrecompensar el daño que yo le había causado a mi identidad masculina natural.

Experimenté una alegría sufriente al co-
nocer a mi hija que estaba en el cielo, a la que nombré Angela Grace. No había estado consciente de cuán insensible y desalmado me había vuelto, pero a través de la sanación que recibí de Dios en el seminario Rachel’s Vineyard, pude sentir. Llegué a conocerme a mí mismo, a reconocer mis errores y a experimentar un remordimiento que es difícil de expresar verbalmente; doloroso, pero liberador.

Rachel’s Vineyard es la gracia que Dios ordenó para mi sanación y la de muchos otros. Aunque permaneceré justamente en prisión por mis crímenes, Rachel’s Vineyard ha sido el vehículo a través del cual Dios me ha liberado. Es en esta libertad en la que a partir de ahora no estaré en silencio nunca más.

 Ej ha sido transformado por su conversión, la cual inició con su encarcelamiento y floreció con su experiencia en Rachel’s Vineyard. Está creciendo sinceramente en santidad y es claro que refleja poderosamente el amor de Cristo; amor que comparte en la práctica del ministerio con sus compañeros de prisión. Es un verdadero discípulo de Cristo.

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