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Mujeres entre el umbral de la elegancia y lo prosaico

I. ¿Por qué mientras que ciertas actitudes en los hombres me resultan casi normales, realizadas por mujeres me suscitan repulsión interior? Por ejemplo, la lucha libre es bastante tolerable cuando el espectáculo es masculino, pero que una mujer practique algo tan desapacible, me parece grotesco. También las peleas violentas de mujeres –en la escuela–, me causan un desasosiego interior indecible, mientras que las de los hombres podrían casi divertirme.

Quizá son casos extremos. Pero también realidades más triviales y cotidianas me generan desazón: el desaliño masculino, aunque denota estrechez estética, a mis ojos pasa relativamente indiferente, pero una mujer que de ordinario es fodonga y fachosa me perturba los ánimos. Lo mismo podría decir del lenguaje: es recurrente tanto en hombres como en mujeres el uso de palabras como “chingada”, con todas sus declinaciones  y conjugaciones, o “no mames, güey”, entre otras. Esto, en un hombre, acusa una miseria lingüística, secuela de su poco amor a los libros. Sin embargo, una mujer soez resulta burda y rústica. ¡Es una pena que haya mujeres bonitas que pierdan todo su encanto en cuanto abren la boca!

Estas manifestaciones son perfectamente disculpables en las personas que no han tenido educación, pero ¿en las que sí? Tampoco es una cuestión económica: el dinero parece mágico, pero no proporciona la espléndida dote de la civilidad y el decoro. A menudo, la palabra refleja mejor a la persona que el coche o el vestido.

 

II. Pregunté a ciertos amigos humanistas: “¿Por qué la ‘chabacanería’ femenina me parece mucho más grotesca que la vulgaridad masculina, si al fin y al cabo, tan desdorosa es en unos como en otros?”. Entonces supe que no soy el único que siente extrañeza ante el desenfado de algunos desplantes femeniles. Uno de mis amigos, siempre perspicaz, me compartió lo que a su modo de ver explica el por qué de nuestro malestar. Su idea me pareció muy sugestiva:

La tosquedad en las mujeres nos desencanta por lo siguiente:

Corruptio optimi, péssima; adagio latino que quiere decir: la corrupción de los mejores es la peor, o simplemente, la degradación de lo mejor es lo peor.

Y la mujer es superior (que el hombre) para los asuntos más humanos de la existencia.

Por lo tanto, la degradación y la tosquedad de la mujer es mucho peor que la del hombre.

La primera premisa: La degradación de lo mejor es lo peor, es filosófica, pero se puede ilustrar con ejemplos sencillos, como: la destrucción de la Fontana de Trevi es peor que la destrucción de un fontanar cualquiera.  O el envilecimiento de alguien “honorable” es mucho peor que el de un gánster.

La segunda premisa: La mujer es superior que el hombre, es elocuente y muy plausible. No porque antropológicamente sean superiores, pues como seres humanos tenemos igual dignidad. Pero, ciertamente, las mujeres tienen una sensibilidad más refinada, exquisita y humana. De ahí que tengan más proclividad por los temas artísticos o literarios, incluso por la pedagogía y la psicología –‘para ayudar a otros’–; en cambio, los hombres somos más cercanos a las máquinas y a los sistemas; generalmente preferimos tópicos ingenieriles o de economía y mercado. ¿En deportes? Muchos hombres se regodean con juegos animalescos: ¿Por qué no hablar del box?, para muchos, este golpeteo irracional provoca un embriagante deleite, a sabiendas de que al paso de los años, aquellos rudos ‘gladiadores’ terminarán en un estado de imbecilidad semejante al de los orangutanes.

En el campo de las relaciones interpersonales, las mujeres son mucho más sensibles frente a otras manifestaciones plenamente
humanas. Su finura es mayor para conmiserarse ante el dolor humano o para percibir el tormento íntimo de una persona que aparentemente –para los hombres– solo es taciturna o huraña.

En el campo de la maternidad, el conocer la riqueza de la infancia –que es un periodo entrañable– para guiarla, es un fenómeno generalmente más apreciado por las mujeres.

Por sus mismas condiciones psicológicas, las mujeres son capaces de un cariz más humano y afable que los hombres. Huelga decir que cuando se pierde el tacto femenino, se pierde también el calor en las relaciones humanas.

De esta manera, llegamos a la conclusión: la degradación de la mujer es peor (que la del hombre) y consecuentemente, resulta mucho más desagradable contemplarla.

 

III. Por toda esta sensibilidad más humana y afortunada, me parece que las mujeres son las que marcan la pauta del desenvolvimiento social y el talante humano. En las estructuras político-económicas, paulatinamente van ganando más terreno. Pero sobre todo, su influencia es enorme en los grupos sociales pequeños. Y cuando no ejercen esta autoridad tácita provocan en algunos hombres un ánimo de extrañeza –al menos eso me pasa a mí.

Cuando en un salón de clases o los corrillos de fiestas, las mujeres se permiten la vulgaridad, toda esa micro-sociedad termina degradándose y vulgarizándose, pues al permitirse concesiones poco refinadas, transigen con los hombres, que terminamos siendo trogloditas. Quizá cuando ellas se percatan de que el ambiente se ha enrarecido y afeado, porque cruzaron el umbral de la elegancia –en el pensamiento, las aficiones, la facha y el lenguaje–, para ubicarse en el de lo prosaico, es demasiado tarde para retroceder; para entonces, han perdido la autoridad implícita que tenían.

Todo es distinto cuando ellas ponen el listón alto e imprimen un clima exigente en el ambiente: forjan la tonalidad altamente humana en donde lo que prima no es lo espontáneo –que se asocia con la pereza, el descuido, el desaseo y el albur–, sino algo más genuinamente femenino, asociado con lo elegante. Y por elegancia entiendo la exteriorización de un rico mundo interior: no los caros vestidos y joyeles, perfectamente compatibles con la ‘tosquedad’ interior: “Aunque la mona se vista de seda…”

Eso sucede en cualquier comunidad humana. ¿No es cierto que si las mamás, haciendo mancuerna con los papás, proyectan con su gracia y exigencia una meta humanamente más alta, los niños no estarán percudidos y despeinados ni serán malhablados?

Si todo esto es verdad, entonces principalmente son las mujeres el punto de referencia en el comportamiento de la sociedad. Por eso me hace gracia cuando se quejan de que los hombres carecemos de urbanidad y somos mal educados. Habrá que enfatizar que las mujeres no han sabido colocarnos a la altura de las circunstancias y de la dignidad humana, porque a veces tampoco ellas lo han hecho.

No creo que deban echar la mirada atrás para revitalizar códigos de protocolo al modo de “Carreño”, cómicos para el sentir postmoderno. Pero sí podrían revitalizar el espíritu que animaba esos códigos: vivir a la altura de la dignidad humana. Valdrá la pena mirar hacia adelante involucrando todo el ingenio, pues al actuar de manera elegante marcarán la pauta.

Quizá cargo demasiado la mano a las mujeres. ¡Como si los hombres estuviéramos eximidos de ser elegantes! No dispenso a los hombres, pero pienso que las mujeres tienen la batuta.

 

“La elegancia,  el perfume del espíritu.”

Miguel Ángel Martí

 

IV. La elegancia consiste en impregnar las relaciones sociales con ese perfume peculiarísimo del espíritu que ha cultivado las virtudes humanas cardinales, y sabe descender a los detalles. Lo que hace habitable un edificio no es la varilla y el hormigón, sino el “calor de hogar”. De igual manera, solo la elegancia adereza las relaciones humanas como culmen de la virtud.

Bajar el nivel, es fácil: basta con dejar en el trono a la pereza. Estar al nivel para expresar y compartir lo mejor de nosotros mismos: en el pensamiento, en el rostro –una sonrisa sincera y amistosa es elegante–, en la serenidad, en lograr una conversación atractiva, con argumentos y por encima de las meras puntualidades diarias, es difícil, pues exige el talante esforzado de la excelencia.

Lo que en el fondo subyace a todo es la caridad: el no pensar solo en nosotros mismos, sino en los demás, y así evitar lo que les molesta y procurar lo que les alegra, siempre que esté a la altura de nuestra alta dignidad. Se trata, en definitiva, de dar condimento exigentemente humano a la convivencia.

Jorge Quesada, filósofo y ensayista

quesada_jor@hotmail.com

 

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